EL HACHA Y LA CAJIGA

    Una de las bondades de las aguas medicinales, aparte del alivio que proporcionaban a los dolientes cuerpos, que antaño beneficiaba a las localidades donde por suerte la Naturaleza hizo brotar dichos manantiales, era la presencia en ellas de personas fuera de lo común, de gentes de «alto rango» que animaban la vida social y cultural, tanto de las estaciones balnearias en sí como los hoteles, fondas, cafés… Entre estos visitantes o agüistas, que era como se les denominaba, sobresalían aquellos que se dedicaban al mundo de la creación literaria, o sea, los periodistas, los dramaturgos, los novelistas, los poetas, etc. No en vano, ¿cuánta producción intelectual ha tenido a lo largo de la historia su nacimiento en los balnearios? Y lo que es más importante, ¿cuánto se ha escrito de ellos y las poblaciones y comarcas donde estaban enclavados?
    Nuestro valle de Toranzo, en el que han existido tres grandes establecimientos de esta clase, de gran prestigio y reputación entre las clases acomodadas —principalmente de la burguesía culta— de toda España y parte del extranjero, sector minoritario de la población que podía permitirse el lujo de disfrutar, no ha sido ajeno a estas visitas de alto copete, ya que por aquí pasaron con la intención de mejorar su salud personajes con dinero, con poder y con fama, cuya lista es imposible enumerar, entre los que no podían faltar los literatos —y alguna literata—, caso de Emilia Pardo Bazán, de José Lamarque de Novoa, del cual ya hemos hablado y seguiremos hablando, o José Ortega Munilla, el magnífico escritor y periodista madrileño padre del filósofo y ensayista José Ortega y Gasset. A este Ortega Munilla es a quien vamos a prestar atención en la presente entrada.
    Fue este hombre un asiduo visitante de Puente Viesgo durante los veranos de la década de 1910 y primeros años de la de 1920. Era, por tanto, un exiliado climático del horno madrileño. Aquí, a orillas del Pas, coincidiría con otros agüistas intelectuales con los que compartía chorros de agua, paz y buenas tertulias. Una de ellas se verificaba con cierta frecuencia en la magnífica residencia de doña Teresa Altuna, conocidísima fondista de la localidad, inmueble que aún existe. Aquí conocería a quien sería uno de los mejores caricaturistas e ilustradores nacidos en Cantabria, Ángel López Padilla, nieto de la señora Altuna, venido a este mundo en Puente Viesgo un 31 de octubre de 1895. El periodista y el artista se convirtieron con el paso de los años en grandes amigos e incluso llegaron a trabajar juntos en algunas publicaciones, como ya se verá en su momento. Acerca de Ángel López Padilla, recientemente ha sido editada una interesante biografía, obra del incansable investigador local Pedro de la Vega Hormaechea, de la que recomendamos su lectura (1).

José Ortega Munilla (el primero sentado, empezando por la derecha) en un acto celebrado en Puente Viesgo el 30 de septiembre de 1922. Archivo Pedro de la Vega Hormaechea.

    El ilustre periodista, fruto de sus paseos y excursiones por los alrededores de Puente Viesgo, escribiría algunos artículos inspirados en el entorno y ambiente que contemplaba, escritos que forman parte de la historia literaria torancesa que no podemos ignorar. Uno de nuestros preferidos es este que a continuación transcribimos, publicado en la revista España Forestal, en su entrega de julio de 1918, que a su vez lo había tomado prestado del diario ABC. El título, «El hacha y la cajiga», ya lo dice todo. Resulta ser un rotundo alegato en favor de los árboles y los bosques, un grito contra la tala indiscriminada, la deforestación y la ruina económica y moral. Un tema de rabiosa actualidad, por cierto, lo que convertiría al señor Ortega Munilla en un ecologista primitivo, concienciado ya hace más de un siglo sobre la necesidad de proteger a nuestros amigos los árboles, sobre todo a los más viejos, como nuestras cajigas.

    «Cerca de la estación de Soto de Toranzo, y no lejos del viejo convento de los Carmelitas, que allí desafía el paso de los siglos, vi una escena que probablemente no merecerá el honor de la publicidad. Pero yo gusto en contar lo que nadie cuenta y de apuntar lo que los otros desdeñan. Modo seguro y cómodo de tropezar con la originalidad. Lo que vi fue esto: en medio de un prado se elevaba una enorme cajiga de sombrosas ramas y ancho tronco. El admirable árbol suponía la labor de un siglo de la tierra creadora. Era un monumento, algo maravilloso, en su majestad risueña. Y dos leñadores estaban descargando sobre la cajiga, al ras del suelo, golpes y golpes con sus hachas. Saltaban los pedazos de madera e iba abriéndose un hueco cuneiforme en el tronco. Las segures, cayendo con furia al poderoso empuje de los recios brazos, vibraban en el aire, y al chocar con la víctima la estremecían. Ved cómo un momento de actividad humana concluye con lo que nació y creció lentamente, y ascendió de la semilla a las elevadas hojas que allá en lo alto se movían en el postrer día de su existencia. El minuto acaba con la centuria… Pronto se tambaleó el gigante y sus ramas se menearon de derecha a izquierda, como manos de moribundo que busca dónde apoyarse antes de la fatal caída. Y el árbol se derrumbó con trágico estruendo. Yo experimenté una impresión dolorosa. Pareciome que sobre el verde prado pasaba una sombra de duelo. Para los pájaros que en la cajiga tenían su reposo nocturno será un acontecimiento terrible la desaparición de su delicioso nidal.
    Tres segundones de familia noble de Bretaña que fueron a París para entrar al servicio de Luis XVI, según costumbre de su linaje, llegaron ignorantes de que la revolución se había consumado, y al saber que el rey había muerto bajo la guillotina, enloquecieron de espanto: ellos creían que el hijo de San Luis era intangible… Así esas aves cuando en el crepúsculo tornasen piando a la cajiga que ya no existía… Sí, todo cae; y cuanto más alto y más grande, cae más rápidamente.
    Ello es que, una vez derribado el magnífico árbol, los leñadores lo destrozaron sabiamente, para convertirlo en materia mercantil, y sus miembros fueron colocados en un vagón que poco después partió en un tren que iba a los muelles de Santander. Como el carbón escasea, la leña ha subido de precio, y ese suceso, para mí memorable, de la cajiga muerta se repite en toda España. Escasos eran los bosques que la rapacidad logrera había dejado en pie. Ahora van siendo talados. Todo se lo llevan. Hasta los bosques. Los árboles huyen.
    Siniestra realidad esta: la de que diariamente van cayendo los viejos abuelos que nos dieron sombra, los señores de la poesía, los que movían sus hojas al paso de las brisas, los que hermoseaban la tierra. El páramo avanza, la estepa gana a cada hora metros y kilómetros, el solar hispano será pronto un cementerio, en el que no quedarán sino tristes raíces. El ejército de los leñadores y madereros actúa sin cesar. Una voz lejana grita: «Nos hace falta la madera que se cría en esta tierra». Y el hacha trabaja y destruye. Ella va rayendo los montes, aniquilándolos, convirtiéndolos en secos eriales; sólo quedarán las arboledas que se hallan en las cumbres inaccesibles, a las que no pueden llegar el ferrocarril ni el carro. Para saber lo que es la misteriosa frondosidad en que el sol no penetra, será preciso un viaje a las altas serranías, donde será mostrado como cosa rara el roble centenario, cubierto de musgo y de yesca.
    Las nobles tradiciones de la raza se hayan, como dijo Costa, en las sublimes, misteriosas sombras de los árboles añosos. Allí perdura la virtualidad de la fe ancestral como en su templo propio. El pastor que conduce su ganado, el buscador de yerbas medicinales, el queriente de los abismos mineros, el viajero curioso de los espectáculos de la Naturaleza, de donde partió, y en la que se halla el vigor supremo de todo renacimiento, solo ha de operarse entre los troncos seculares, en la magnífica soledad en que cada árbol es un amigo anciano que nos refiere los hechos grandes del pasado.
    Cuando España quede despoblada de árboles, y la desnudez de los campos nos anuncie que sobre ellos ha pasado la horda, la humanidad se sentirá melancólica y como hostilizada por un enemigo peligroso. En la estepa desolada, el hombre es un huésped pasajero.
    Donde no se considera necesario el árbol es que el habitante está de más. Es un hecho sabido que los pueblos y aldeas cuyos montes han sido cortados, han escapado de la tierra nativa para refugiarse en los trasatlánticos de la emigración.
    Por eso las hachas que derrumbaron la cajiga del Soto de Toranzo me causaban espanto… Y adivinaba la línea de montañeses que caminaban en demanda de puerto, para ir a otros pueblos lejanos, donde no ondea la bandera española, esa bandera que acaso no tenga mañana una fuerte rama de cajiga en que ondear al viento».

    Para terminar, decir que el concejo de Iruz estuvo tiempo atrás muy poblado de cajigas y otras especies arbóreas típicas de estas latitudes. Recordemos, por ejemplo, el frondoso cajigal que existió en La Venta y alrededores, compartido con Villasevil, del cual tan solo quedan ya unos pocos ejemplares muy viejos y medio enfermos casi todos —suponemos que de pena—, lugar donde se verificaban antaño las famosísimas y renombradas ferias ganaderas de San Agustín —llamadas también «de agosto» entre los habitantes de nuestros pueblos—, que duraban tres jornadas.

La cajiga. Ilustración de Apeles Mestres para el libro El Sabor de la Tierruca, de José Mª de Pereda, 1882.

(1) DE LA VEGA HORMAECHEA, Pedro: Espíritu Padilla. Editorial LIBRUCOS, Torrelavega 2021.

Ramón Villegas López
Editor

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