UN MUERTO DESCONOCIDO

     En una de las primeras entradas a este «libro virtual» hablamos del ambiente relajado que en los veranos se vivía en torno a los tres balnearios que el valle ha tenido [1] , especialmente en la época dorada de los mismos, que podríamos acotar al último tercio del siglo XIX. Nada más comenzar la temporada de baños, los más ilustres representantes de la doliente humanidad hispana iban tomando posesión de las habitaciones disponibles en los hoteles, fondas y demás establecimientos hosteleros de Alceda, Ontaneda y Puente Viesgo, desde los más cómodos y aparentes hasta los más sencillos y humildes, donde descansaban tras las agotadoras jornadas que tenían que soportar a causa del ajetreo que suponía tantos baños, comidas, excursiones y bailes.
    También decíamos que entre la selecta clientela de «agüistas» que por estos pueblos pululaban de junio a septiembre figuraban los intelectuales, siendo los más interesantes aquellos que se ganaban la vida escribiendo, como los escritores y los periodistas, dejándonos algunos de ellos sus impresiones acerca la estancia en Toranzo de forma escrita, constituyendo verdaderas joyas para los que hoy nos interesamos por la historia del valle.
 
Agüistas asomados al balcón de la acreditada fonda y café de La Iberia, en Alceda, a principio del siglo XX. Archivo R. Villegas.

    Pedro Bofill (Palafrugell, 1840-Madrid, 1894) fue un reconocido poeta y crítico de teatro, además de bibliotecario del Cuerpo de Telégrafos de Madrid, que trabajó de periodista, entre otros, en El Imparcial, El Globo, El Progreso, El Pueblo y La Época, donde precisamente se ocupó de la sección literaria y teatral. De él sabemos gracias a la prensa de entonces que en los últimos años de su vida pasó por las estaciones balnearias torancesas para tratarse de sus dolencias, alojándose en una de las varias y acreditadas fondas de Alceda [2] . Durante su estancia en el verano de 1890 escribió uno de los artículos más bellos y sentidos de los que tenemos conocimiento relacionados con el mundo de los balnearios locales, el cual trataba de la vida regalona y despreocupada —y también un tanto insolidaria, por lo que veremos— de la que los fondistas disfrutaban durante su estancia aquí. El escrito en cuestión sería publicado el 20 de agosto de 1890 en uno de los periódicos madrileños en que el autor llegó a trabajar, La Época, bajo el título «Un muerto desconocido»
 
Caricatura de Pedro Bofill aparecida en la portada del Madrid Cómico del 8 de mayo de 1886.

    Aquí lo transcribimos para deleite de los amantes de las buenas letras:

    «El primer día que me senté a la mesa de la fonda de Alceda [3] , en que vivo, oí palabras sueltas que indicaban la existencia de un bañista enfermo.
    Pero presté poca atención a aquellas frases. La rapidez del viaje y el vigor de la naturaleza que me rodeaba, sustraíanme a toda idea de postración y abatimiento. Mi cuerpo estaba cansado; pero mi espíritu sentía aún las impresiones de los hermosos paisajes atravesados por el tren, y se preparaba a renovar los goces de la vida sosegada y del aire puro en ese delicioso valle de Toranzo, que es un edén en miniatura.
    Las voces, con acento de compasión indiferente, que se referían al enfermo, resbalaron sobre mi sensibilidad como balas de escaso calibre sobre una superficie blindada.
    ¿Quién era el enfermo? ¿Qué me importaba? Yo no le conocía; y la mayor parte de los que hablaban de él tampoco sabían nada respecto de su persona. La mesa, alrededor de la cual sentábanse más de 70 bañistas, resplandecía de luz y sonaba alegremente, gracias al ruido de la vajilla.
    Cuando los huéspedes se levantaron, varios jóvenes dijeron:
    —¡Al salón! ¡A bailar!
    Y poco después, una señora de cierta edad tocaba un rigodón en el desafinado piano de la fonda, mientras los jóvenes aparentaban rendir culto con las figuras del baile a la memoria de Terpsícore.
    Yo vi que un señor bajaba la escalera y hablaba en voz baja con el dueño de la fonda.
    —Es el médico —me dijeron las criadas.
    —¿Y qué?
    —Dice que está grave.
    Este fue el último fragmento de biografía que logré adquirir antes de acostarme.

* * *

    Al día siguiente oí decir que el enfermo empeoraba.
    Todas estas noticias venían envueltas en proyectos de reuniones, de veladas musicales y de giras a los pintorescos pueblos vecinos. Apenas se dedicaba un minuto a la peligrosa situación del enfermo. Los acordes de un arpista ambulante que solía visitarnos, lo borraban todo.
    Algunos creían que el mozalbete que tocaba el arpa era un David con americana y gorra… Oíase en el café inmediato una voz de mujer.
    —Es fulana, que canta —me decían—. Usted debe de conocerla: es un primer premio del Conservatorio.
    No era verdad; pero aquí todo se abulta: los viajeros de comercio pasan por duques y las mujeres de vida poco diáfana se dan aires de lucrecias.
    La sociedad de bañistas quería divertirse a todo trance… En cuanto al enfermo, todos parecían recordar aquel famoso y manoseado verso de Espronceda:
    «¡Que haya un cadáver más… qué importa al mundo!».
    Los establecimientos de baños de Alceda y Ontaneda se confunden. Entre los dos pueblos no hay solución de continuidad.
    Las últimas casas del uno se empalman con las primeras del otro. En Ontaneda hay estación telegráfica que funciona durante la temporada de baños. El telegrafista, que es amigo mío, me dijo:
    —Ese pobre señor debe de estar muy malo. Hoy han telegrafiado a su familia para que venga sin pérdida de tiempo.
    —¿Quién es?
    —No sé; probablemente habrá venido de La Mancha, porque el telegrama va dirigido a Ciudad Real.
    Entre tanto seguía en la casa el jolgorio de los bañistas.
    Las criadas, que subían y bajaban la escalera con pócimas medicinales, tenían que ceder el paso a las señoras que iban a mudarse de traje para asistir lo más emperifolladas que les fuese posible a las fiestas proyectadas.
    Y al pasar junto al cuarto del enfermo se oía un quejido constante, doloroso, que turbaba momentáneamente la ilusión del placer, sólo como una nubecilla en un punto del azulado firmamento.
    Ninguno de los bañistas me daba pormenores sobre el enfermo.
    Uno, como si extendiera su pasaporte para la otra vida, me decía:
    —Es un señor alto, grueso, de más de 70 años, con el pelo todo blanco.
    Otro añadía:
    —Creo que estuvo en los baños de Puente Viesgo acompañando a su hija, que padece una enfermedad del corazón. Se han venido después a Alceda. Él tomó un baño muy caliente, y a la salida sintióse atacado de pulmonía. La hija no le abandona un momento. Pero figúrese Vd., ¡la pobre! Si en Puente Viesgo ha experimentado mejoría, ¡aquí se dejará el corazón destrozado!

* * *

    Una mañana se paró a la puerta de la fonda uno de esos cómodos vehículos del país conocidos por el nombre de cestas. De allí se apearon los parientes del enfermo. Pudieron abrazarle; pero la muerte, según el médico, era irremediable. Los precipitados viajeros subieron la escalera, y ya no se les volvió a ver hasta el día de su fúnebre partida.
    Este país tiene muchos encantos; pero como “todo es según el color del cristal con que se mira”, los atribulados hijos del difunto hablarán del risueño valle de Toranzo como de un sitio de desolación y ruina.
    El sol brillaba de una manera implacable el día en que nuestro desconocido compañero estaba expirando. Los verdes matices de los prados, de las huertas y de las montañas, que a nuestros ojos desafiaban los colores de los más expertos paisajistas, no podían representar ni aun el color verde de la esperanza para la familia del enfermo, a quien atisbaba la espantosa muerte, acurrucada en la puerta del infeliz manchego.
    ¡Venir de las monótonas llanuras que atravesó Don Quijote, penetrar en las encantadoras montañas santanderinas, buscar la salud en una pila de mármol llena de cálidas aguas sulfurosas y encontrarse con que el paisaje se convierte en sudario y la pila se trueca en una anticipación del ataúd, es un misterio que hace pensar hondamente en los destinos oscuros de la vida!
    Ignoro aún cómo se llamaba el desdichado bañista de Alceda. Sólo sé que los bulliciosos huéspedes de la fonda en que él moría han sacrificado muy pocos ratos de placer en honor suyo.
    El hombre es egoísta por naturaleza, y si tuviéramos que llorar todas las desgracias que afligen al prójimo, la vida sería una tristeza continuada, y en este caso particular el valle de Toranzo se habría convertido para nosotros en un valle de lágrimas.
    El día antes de que muriera nuestro vecino de cuarto, la mayor parte de los bañistas organizaron una expedición campestre al inmediato pueblo de Entrambasmestas.
    Ocho carretas engalanadas con follaje y banderas se estacionaron bajo los balcones del que, sin nosotros saberlo, ciertamente, estaba ya en la agonía. Todos los borricos del pueblo, que no son muchos, aunque parezca mentira, hallábanse dispuestos para ser montados por varios jóvenes alegres de Madrid y de otras capitales, que, con extraños disfraces, trataban de parodiar la Florida de Madrid, o la Cervara de Roma.
    ¡La algazara y el bullicio en los aires de la antigua carretera que conduce a Burgos, y allá, en una habitación donde yace el enfermo, el estertor de la agonía confundiéndose con los gritos de la cabalgata!
    Cuando volvimos, por la noche, todavía pudieron llegar hasta el enfermo los estallidos de la rueda de fuegos artificiales con que tuvo término la fiesta.
    Después de cenar nos dijeron:
    —Ahora le van a dar la Unción.
    Y todo se hizo silenciosamente, como de tapadillo, porque un enfermo grave es un inconveniente para una fonda muy concurrida, y en un sitio así reina siempre un invencible horror a la muerte.
    Aquella noche la gente joven se fue a bailar a otra parte, y cuando los bañistas se acostaron pudieron comprender por el aspecto de la casa que la tragedia había tenido su desenlace.

* * *

    Mientras caía una lluvia torrencial, fue conducido al otro día el muerto al cementerio.
    Nunca hubieran estado mejor empleadas por los dos curas que cantaron los responsos las capas pluviales.
    El dueño de la fonda, que, en honor a la verdad, había cuidado con mucha solicitud al enfermo, formó con varios bañistas, provistos de impermeables, la comitiva fúnebre.
    Los acompañantes, que no habían conocido al difunto, y que sólo oyeron sus quejas al pasar por el corredor de la fonda, siguieron el cadáver de aquel incógnito compañero por entre unos maizales que circundan el miserable sitio que sirve en Alceda de cementerio.
    Y al dejar la fosa cubierta, pudieron exclamar con Bécquer:

“¡Dios mío! ¡Qué solos
se quedan los muertos!”.

    Por mi parte, confieso que si aquella noche alguien me hubiese preguntado:
    —¿A qué has venido tú aquí?
    La mejor contestación que hubiera podido darle habría sido esta:
    —¡A presenciar un entierro!

Pedro Bofill
«Alceda, 18 de agosto».

[1] Ver la entrada de septiembre de 2022 titulada «Una de diligencias».
[2] En la época en que transcurre esta historia había en Alceda varios establecimientos con la categoría de fonda. En la Guía del bañista en Alceda de 1892 se publicitaban las siguientes: La Fonda de Villafranca; La Iberia, que se encontraba en los pisos superiores del edificio que ocupaba el café de su mismo nombre; la de José Vallejo; la de Concha; La Unión, cuyo propietario era F. Santamaría, y la de Hoyuela.
 [3] La fonda de Alceda fue el primer nombre que tuvo el futuro Gran Hotel del Balneario de este pueblo, que todos llegamos a conocer como colegio de la falangista Sección Femenina y más tarde concentración escolar hasta su derribo. Esta fonda se empezó a construir hacia 1875 y supuso un paso de gigante en el mejoramiento de la atención hotelera en las estaciones balnearias de Alceda-Ontaneda.

Ramón Villegas López
Editor

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