UN TESORO EN SEL DE LA CARRERA

Las hemerotecas, ya saben ustedes, esos lugares donde se guarda la prensa pretérita debidamente catalogada, constituyen auténticos paraísos terrenales para aquellos apasionados de la Historia que, bien profesionalmente o de forma autodidacta, como es nuestro caso, disfrutan investigando cosas que ocurrieron en el pasado. Quien quiera saber de la vida y obra del ser humano en el último siglo y medio tiene en estos templos de la documentación histórica su hábitat natural.
    En la prensa periódica (diarios, revistas, boletines, etc.) está recogido todo, desde acontecimientos que cambiaron el rumbo de la historia universal, hasta pequeñas informaciones relativas a la vida de un pueblo o aldea que ni siquiera aparece en los mapas. La prensa escrita hacía y hace las funciones de un omnipresente notario que va registrando negro sobre blanco el latir de la sociedad humana.
    Circunscribiéndonos a nuestro valle de Toranzo, hay que decir que en dichos «archivos notariales» que son las hemerotecas, según hemos acordado, se encuentra una fuente de información casi inagotable, donde el estudioso puede encontrar todo tipo de datos relativos a cualquier tema que investigue: históricos, etnográficos, económicos, meteorológicos, etc., etc. Si uno es paciente y perseverante en el trabajo y además dispone de tiempo, este manantial nunca dejará de arrojar cosas interesantes y sorprendentes, como la que a continuación vamos a contar.
    Se trata de un extraordinario caso sucedido en Sel de la Carrera, municipio de Luena, a finales de diciembre de 1924. O por lo menos eso era lo que parecía, a juzgar por la información que localizamos en uno de los medios escritos cántabros más importantes de la época.
    La cosa fue que, estando un servidor revisando El Cantábrico, un periódico de tendencia liberal y progresista que se editaba en Santander, correspondiente al día 28 de diciembre de este año, me topo con un titular firmado por el activo corresponsal en Luena que me dejó patidifuso —los que se dedican a estas tareas investigadoras me comprenderán— que decía lo siguiente:



«LA TEMERIDAD DE UN NIÑO DE DOCE AÑOS ES CAUSA DEL DESCUBRIMIENTO DE UN VALIOSÍSIMO TESORO. EL AYUNTAMIENTO SE REÚNE EN SESIÓN PERMANENTE. FUERZAS DE LA GUARDIA CIVIL Y NUMEROSOS PAISANOS GUARDAN LA ENTRADA DEL CASTRO DE LA MISA»

    La lectura del artículo que después se desplegaba hacía valer este sugerente encabezamiento, pues he de confesar que lo leí sin pestañear dos o tres veces de corrido, a pesar de la pequeñez de la letra y la mala calidad de la fotocopia que me «escupió» la máquina que la hizo. Como supongo que ya he conseguido transmitirle a usted, estimado lector, la curiosidad a estas alturas de mi narración, procedo a renglón seguido a transcribirle íntegramente, tal como fue redactado hace 98 años. Dice así:

«En las inmediaciones de Sel de la Carrera hay una famosa cueva denominada Castro de la Misa, de la que varias veces hemos oído relatar extravagantes leyendas. En distintas ocasiones, los vecinos del pueblo y algunos forasteros habían intentado entrar hasta lo último de la cueva, pero siempre fue preciso desistir de tal empresa en vista de lo pedregoso del terreno y la estrechez de las hendiduras por las cuales había que pasar. Estas intentonas dieron lugar a que las viejas leyendas fueran tomando arraigo en los corazones de estas gentes, por lo demás crédulas y sencillas.
Así pasaron años y más años, y hubieran pasado siglos si la casualidad no nos hubiera prestado su apoyo.
Estando el pasado jueves unos mozalbetes intentando recorrer el interior de la gruta, el más pequeño, llamado Amalio López, de doce años de edad, se deslizó por una rendija y fue rodando un gran trecho. Los otros jóvenes, asustados, llamaron al compañero y, con la natural sorpresa, oyeron sus lamentos a regular profundidad. Dieron aviso al pueblo y por ser día festivo había gran número de hombres en el establecimiento de don Manuel Oria. Provistos de cordeles, palancas, armas, carburadores y todo cuanto se creyó necesario, fuimos unos 25 o 30 vecinos al Castro de la Misa. Se oían los ayes lastimeros del niño Amalio López, y, profundamente emocionados, procedimos a derribar los enormes peñascos que obstruían la entrada de la caverna.
Figúrese el lector nuestra sorpresa al encontrar una escalera, construida con piedras sin labrar, y que conducía a una cueva megalítica de unos 75 metros cúbicos de capacidad. Allí estaba el niño Amalio, en pie y sin atreverse a dar un paso, por temor a caer en alguna otra caverna de la que no pudiera salir.
Las caprichosas estalactitas de la gruta, con las luces de los carburadores, daban a la estancia un aspecto fantástico.
El hallazgo de algunos bajorrelieves en piedra nos hizo suponer que allí había algo escondido que representara gran valor. En efecto, Vicente Ortiz pidió apoyo para remover un gran bloque de piedra, que, una vez retirado, dejó al descubierto una puerta que da acceso a una segunda estancia, construida de piedra bien labrada, lo mismo las paredes que la bóveda y el piso.
La sorpresa de los allí presentes no reconoció límites al ver amontonadas estatuas, cofres, lápidas con raras inscripciones, armas, bajorrelieves, objetos raros y curiosos, todo antiquísimo y de un valor incalculable, por abundar el oro, el bronce y el marfil.
Tarea difícil sería describir detalladamente los numerosos objetos casualmente encontrados en el Castro de la Misa. Sin embargo, para que nuestros lectores puedan apreciar la importancia del hallazgo, hacemos una ligera reseña de lo encontrado.
Pasemos por alto la infinidad de estatuillas de mármol y de bronce, los caprichosos fetiches de perfumadas maderas y valiosas incrustaciones y las numerosas planchas de oro representando escenas mitológicas.
Hay un bonitísimo cofre de olorosa madera de sándalo, con incrustaciones de oro, formando monstruosas figuras de distintas formas y tamaños. En la tapa de este valioso cofre hay una gran plancha de oro primorosamente labrado; en el centro se ve un escudo de Lérida coronado por un castillo feudal, entre cuyas altas almenas y estrechos adarves pasa una banda que es una verdadera filigrana y en la que se lee la siguiente inscripción: “Set neco nisot nas”, inscripción que hasta la fecha no hemos podido descifrar.
Abierto el cofre ante el señor alcalde, se vio que contenía gran número de armas antiguas, entre las que abundaban los alfanjes, espadas y yataganes, cuyas empuñaduras son verdaderas maravillas de arte y riqueza. Hay también rodelas, corazas, yelmos y numerosas planchas de oro representando cabezas de santos y episodios históricos.
Contiene, además, este cofre varios cinturones y tahalíes, que son verdaderas joyas, pues el oro y las piedras preciosas abundan en ellos de una manera extraordinaria.
Hay otro cofre de forma cilíndrica, todo de marfil, con la tapa separada, es decir, sin unir, tan artísticamente labrado que es una maravilla, pues sus adornos son tan finísimos y delicados que no parecen hechos por seres humanos. Todo el cofre está primorosamente tallado, formando grecas, flores, rosetones, etc., y no contiene inscripción alguna.
En el interior de este cofre hay un precioso tapiz cuyo tejido representa algún hecho histórico que nosotros no hemos podido reconocer. Cuidadosamente envuelta en el tapiz había una plancha de oro, que no tiene otro tallado que una banda que la cruza diagonalmente y cuyos extremos se pierden en las bocas de dos dragones.
En este mismo cofre había dos coronas de incalculable valor. Una está formada por un círculo frontal lleno de piedras y esmaltes que representa imágenes de santos. A este círculo se adaptan nueve escuditos alternativamente terminados en punta o semirredondos, con adornos de esmalte. La otra corona está formada por un ancho círculo de oro compuesto de placas casi cuadradas, puestas circularmente; los campos formados por estas placas están adornados exteriormente de rosetas de oro semejantes en su ornamentación y montadas en otro círculo de bronce.
Una caja de forma pentagonal, que tiene grabada infinidad de monstruosas figurillas, está llena de medallas y monedas antiquísimas, que alguien que entienda de numismática nos dirá a la época que pertenecen.
Llama mucho la atención un bajorrelieve de bronce representando un flautista, que parece un monaguillo pelón de nuestros días.
Es enorme el gentío que de todas partes acude a ver el tesoro encontrado. El Ayuntamiento se reunió en sesión extraordinaria con el fin de acordar lo que ha de resolverse de estas grandes riquezas.
Fuerzas de la Guardia Civil e individuos del pueblo, nombrados por el Ayuntamiento, guardan la entrada de la cueva hasta que la Superioridad ordene lo que estime conveniente». 


    A la vista está, después de leer esta crónica, que el autor-corresponsal de Luena conocía a la perfección tanto a los protagonistas de la historia como el lugar donde apareció el fabuloso tesoro, no dejando de sorprender lo minucioso de la descripción de las riquezas encontradas en la gruta. Todo ello me dio pie en un primer lugar a creerme a pies juntillas aquel sorprendente hallazgo, pero…, a medida que pasaba el tiempo varias fueron las preguntas que me enfriaron el asombro y la credulidad inicial.
    ¡Cómo va ser eso!, si nunca oí hablar de tal tesoro. Algo así hubiese sido un «notición», un acontecimiento que no pasaría desapercibido para la historia regional. Hoy esas fantásticas piezas, tan bien descritas por el autor del artículo, serían unos fondos destacadísimos en el museo, o museos, que los tuviesen guardados. Además, que nosotros sepamos, no existen fotos del material encontrado allí. Estas dudas y otras de igual calado, me llevaron a consultar el resto de los periódicos publicados en la misma fecha o cercanas a ella, e incluso llamé a algún amigo experto en arqueología cántabra por si sabía algo del asunto.
    Todas las investigaciones abiertas en busca de respuestas que me aclarasen lo del dichoso tesoro de Sel de la Carrera fueron negativas: en la prensa regional nada había escrito sobre el supuesto hallazgo, y mis colegas versados en estos temas tampoco sabían cosa alguna del caso. Uno de ellos, incluso, me recriminó si le estaba tomando el pelo. La verdad es que a mí también me hubiese pasado lo mismo si alguien me hubiera venido con semejantes aleluyas.
    El misterio del Castro de la Misa me tuvo obsesionado durante varios días, hasta que, pensando en la cama una noche, me di cuenta de cuál era la «trampa». ¡Cachis en la mar con el 28 de diciembre! No sé cuántos lectores de El Cantábrico «picaron» entonces, pero es seguro que, después de casi un siglo, hubo otro que sí lo hizo, servidor.
    ¡¡Bravo por el corresponsal de Luena!!

Comentarios

Artículos populares