LA ESTANCIA DE EMILIA PARDO-BAZÁN EN TORANZO

     Doña Emilia Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa, la gran mujer y escritora gallega, fue una trotamundos empedernida y una cronista de viajes estupenda. Su holgada situación económica, junto a las ansias que tenía por descubrir lugares y personajes de su interés, generalmente relacionados con la cultura, el arte y la ciencia, unos ya conocidos —pero no vistos por ella— y otros por conocer, propiciaría que pocos rincones de España escaparan a su curiosidad. Cantabria fue la última en visitar de las provincias del norte.
    En el verano de 1894 enmendaría esta anómala situación, emprendiendo un viaje por ferrocarril que la llevaría a unos de los destinos de moda en la entonces provincia de Santander: el balneario de Ontaneda, lugar que tomaría para dar un homenaje a su cuerpo y como base de operaciones para realizar algunas excursiones que tenía en su agenda, como Vega de Pas, donde por aquellos días el doctor Madrazo acababa de inaugurar su famoso sanatorio quirúrgico; Comillas; Santander; Villacarriedo y Santillana del Mar, donde tomaría buena nota de su patrimonio monumental, incluido el arte rupestre, que por entonces estaba envuelto en la consabida polémica de su autenticidad
 
Emilia Pardo-Bazán, por Joaquín Vaamonde (1896).
Licencia Wikimedia Commons.

    En el valle de Toranzo visitaría, además de Puente Viesgo, Alceda y Ontaneda, el próximo pueblo de Vejorís, lugar que le atraía enormemente por ser el origen de la familia del celebérrimo escritor Francisco de Quevedo y Villegas. Todas estas expediciones quedarían inmortalizadas en unos magníficos artículos a modo de «impresiones de viaje», tan del gusto de los escritores y periodistas de entonces, que serían publicados por entregas en el madrileño periódico La Época y también por el santanderino El Atlántico, que con el encabezamiento «Desde la Montaña» los empezaría a reproducir desde el 19 de agosto de 1894, llevando este primero, precisamente, el título de «Ontaneda».
    Las descripciones que hace de estos lugares la novelista gallega son de una gran belleza literaria, a la par que nos proporciona valiosos datos del ambiente veraniego de finales del siglo XIX en nuestra estación balnearia. La ida a Vejorís, igualmente, no tiene desperdicio, sobre todo por la información que aporta acerca de las maneras que había de cruzar el Pas en aquel año.
    Transcribimos a continuación lo que la condesa de Pardo Bazán escribió de estos rincones toranceses:

ONTANEDA
Publicado en El Atlántico, el 19 de agosto de 1894

    Cuando nos resolvimos a salir en dirección a este conocidísimo establecimiento balneario, confieso que hasta ignoraba que se encontrase situado en la provincia de Santander, la tierruca de Pereda, el único punto de la zona cantábrica que no había yo visitado nunca.
    Me alegro —pensé—, así veremos la Montaña con vista de ojos; que por más descrita, y bellamente descrita, que ande en artículos y libros, el verla ha de ser diferente, y todavía mejor como recreo.
    Dejadas atrás las planicies castellanas, nos pareció entrar en nuestra Galicia, al atravesar la interminable serie de túneles que desde Reinosa horadan los montes, y por los cuales se enhebra el tren, para surgir a respirar, ya entre doble talud de peñascos, ya asomándose a la vía y deleitándose en la frondosidad de los repuestos valles y en la caprichosa aparición de los ríos, destrenzados sobre lajas enormes.
    Declaro que el recorrido entre Palencia y Santander es capaz de quebrantar los huesos a quien los tenga más flexibles y resistentes. Sin duda la vía se encuentra desnivelada, y aún cuando el tren no va de prisa, lleva un traqueteo intolerable. A fin de olvidar la molestia, hay que colgarse de las ventanillas y distraerse con el paisaje, cada vez más fresco y grandioso. Ahí tenemos Las Fraguas, nombre que la amistad me hizo familiar desde épocas, ¡ay!, remotas: ahí todo el valle de Buelna, que despierta en mi memoria reminiscencias del Victorial y del conde D. Pero Niño; ahí a Caldas de Besaya, su lindo puente y su Salto del Pasiego; ahí Torrelavega, pueblo de antiguo origen y prosperidad reciente; y por allá arriba, en los picos que azulean a la claridad de la mañana, los despeñaderos donde rueda el torrente y donde la atmósfera debe de ser como cristal… Nosotros nos ahogamos entre la amarilla polvareda que el tren levanta.
    En Renedo acoge nuestros fatigados cuerpos una de esas cestas anchas y corredoras, tan agradables para hacer camino en verano; y sin gran brío, pues realmente los jacos deben estar aún más rendidos que los viajeros, se pone en marcha hacia Ontaneda, término de nuestra jornada.
    Gran alivio y apacible sensación, después del calor y los remolinos de polvo y el cunear del tren, ir como de paseo por ancha carretera, que orlan pueblecitos y caseríos, torres de iglesia y fábricas; el balneario de Puente Viesgo, —al cual miran melancólicos los grandes ojazos de su gallarda puente—, tupidas arboledas, matorrales donde el blanco saúco tiende sus randas finas, y prados de felpa verdegay. Siempre creí que esta tierra se asemejase a la mía, pero no tanto. Es el mismo verdor, nutrido por la humedad constante; el mismo vapor acuoso suspendido en la atmósfera y pronto a caer en forma de lluvia o neblina; el mismo celaje gris, del delicado tono que tienen las volutas del humo de un rico cigarro; las mismas brumas, que sólo se encienden y colorean a la puesta del astro rey (aquí virrey todo lo más); el mismo campo, que oculta cuidadosamente el ingrato color del terruño bajo espesísimo vellón de hierba y flores...
    Y ya que he nombrado las flores, me armaré de valor y sinceridad y afirmaré que ni en Galicia ni en país alguno de los que he recorrido —exceptuando quizás el Tirol y la sierra de Córdoba— he visto tanta flor campestre, ni tan bonitas y variadas. Doble seto de zarzarrosa, eglantina y saúco guarnece la carretera, como un encaje flotando a la orilla de un vestido de verano.
    Dejado atrás Puente Viesgo —las famosas aguas del corazón—, nos sacan de un caserío dos tazas de gruesa y sabrosa leche, y recobramos ánimo con ella, pues ya ni nos acordábamos del almuerzo de Reinosa. ¡Ah! ¡Bien venida la Montaña, donde pacen las vacadas en los altos puertos; la Montaña, que es aldea y no desierto, como las áridas mesetas donde se tuesta o tirita Madrid!
    Hemos dado fondo en Ontaneda. Nos encontramos casi solos en el Gran Hotel, que justifica su hombre, porque para animarlo y llenarlo se necesitaría un enjambre de huéspedes. La gente concurre tarde a estas aguas, y sólo al cerrarse las Cortes se abre aquí la verdadera season. Creo que es preferible el aislamiento y la calma de que gozaremos; mas no dejo de comprender que una fonda y un balneario de estas proporciones, con menos de cien bañistas no empiezan a poblarse. El hotel nos causa excelente impresión; el edificio es desahogado y bien distribuido; la comida sana y abundante; el comedor amplísimo; el día en que lo alumbre la electricidad, no estará triste, aunque se reduzca la concurrencia, como ahora se reduce, a la apreciable y distinguida familia del médico director y a los ocho o diez bañistas que hemos madrugado.

El Gran Hotel de los baños de Ontaneda hacia 1905.
Tarjeta postal editada por la Librería General (Santander).
Colección R. Villegas.
     Previa la indispensable consulta al doctor, visitamos las aguas, que van a libertarnos de algunas molestias, aunque de ningún sonrojo; pues a pesar de la opinión expresada por don Rodrigo Amador de los Ríos en su obra Santander, (que forma parte de la que, bajo el título España, sus monumentos y artes, publica la casa Montaner en Barcelona), no todos los achaques que en Ontaneda se curan son «más o menos vergonzosos»; como no cause vergüenza el haber de sufrir las impertinencias del reuma o las flojedades del linfatismo. Ciertamente que mi amigo el sabio arabista se muestra muy despiadado con estos manantiales y con los pobrecitos dolientes que acudimos a ellos.
    En el balneario hay instalados profusión de aparatos para la aplicación de las aguas, y produce grata impresión el esmerado aseo de todos sus departamentos.
    Las aguas se denuncian, desde respetable distancia, por un pronunciadísimo tufo infernal, o sea olor a azufre, circunstancia que antaño inspiró a D. Antonio Ros de Olano el incorrecto epigrama siguiente:

«Cayó enfermo un diablo inmundo,
y le recetó Esculapio
el método hidroterápico
de las aguas de este mundo.
Tras él vino otro segundo
y otros mil con sus esposas,
cuyas llagas espantosas
se curaron sin dolor:
de aquí procede el olor
de las aguas sulfurosas”.

    Cuájase el azufre al pie de una fuente en gruesos borbollones petrificados, sedimento de la fuerte mineralización de este chorro. Parece que todo el valle de Toranzo, donde Ontaneda tiene asiento, es propiamente una caldera subterránea en perenne ebullición. Yo me represento el fondo del valle perforado y surcado por múltiples galerías, a guisa de topinera abierta en las capas de caliza y marga. Se conserva aquí muy vivo el recuerdo pavoroso de las pesadas bromas que la madre Naturaleza jugó en otras épocas a los toranceses: el valle padeció formidables cataclismos, abriéndose la tierra y vomitando la montaña, entre horribles truenos y violentas convulsiones, torrentes de agua, enormes cachotes de piedra e increíble cantidad de guijo. Según el cronista de tan desapacibles fenómenos «insignificantes riachuelos se convirtieron en ríos caudalosos, y el humilde Pas parecía transformado en mar embravecido.» El olor a azufre era cual si se hubiesen roto todas las calderas de Pedro Botero; la inundación arrebató barrios enteros; la tierra se tragó casas, no dejando de ellas ni señal, y la topografía de la región quedó profundamente modificada.

Balneario de Ontaneda. La fuente.
Tarjeta postal de principios del siglo XX editada por J. Fernández.
Colección R. Villegas.
     A bien que el valle de Toranzo no las gasta así sino una vez cada siglo o cada dos siglos. Se me figura que no gozaremos la bíblica emoción de que la tierra se abra bajo nuestras plantas y nos deje ver en sus ardientes entrañas el laboratorio de las aguas minerales. Hoy todo es tranquilidad y risueña hermosura. Ontaneda y Alceda, que es su prolongación, forman un pueblecillo largo y estrecho, de una sola calle, en la cual alternan los pazos nobles, de portalada enfática y blasones arrogantes, con las quintas alegres y los coquetones chalets modernos y con las casucas pobres y semirruinosas, alguna de ellas también muy provista de escudos de armas y heráldicos emblemas y divisas. Estas casonas aristocráticas o pazos erguidos y ceñudos, revestidas ya sus piedras con la patina del tiempo, se diría que reniegan de la animación balnearia que vino a interrumpir la grave dignidad de sus ensueños seculares.
    Estando tan vecinos como están los dos manantiales de Ontaneda y Alceda, y siendo una misma su composición, no podía menos de establecerse entre ambos la inevitable rivalidad.
    Todo ser tiene su enemigo natural, y el de Ontaneda es Alceda. La primer tarde que salí de paseo por estos alrededores, llevóme hacia Alceda la casualidad, y caí prisionera (valga la frase) de las atenciones y demostraciones del dueño del Gran Hotel de Alceda, que me hizo recorrer, dependencia por dependencia, todo el establecimiento, y admirar la gran piscina natatoria. A imitación de los cuákeros, o tal vez por propia inspiración, los señores propietarios de estas aguas han adornado las paredes con sentencias en verso. Para muestra recojo dos:

«Esta agua todo lo cura
menos pobreza y locura».

«Aplíquese bien el modo,
que esta agua lo cura todo».

    Los apotegmas me parecieron sumamente consoladores, y ya creo que he de beber con más fe la bendita agua. De Alceda saqué otra sorpresa: las gracias y arrumacos de un lorito muy bien adiestrado por el señor Uría. No en vano me aseguró su dueño que en Madrid, en corros y tertulias, apenas se habla de otra cosa más que del lorito. Si no se habla debiera hablarse; que no merece menos este lorito salado y parlanchín de lo que consiguió aquel un día célebre perro Paco.
    No me atrevo a creer que las aguas de Ontaneda y Alceda lo curen todo; lo que sí aseguro es que infunden un sosiego y despiertan un apetito voraz que deben de ser principio de las más difíciles curaciones.

EL SOLAR DE QUEVEDO Y EL PALACIO DE SOÑANES
Publicado en El Atlántico, el 24 de agosto de 1894

Regularizada ya nuestra vida balnearia; consagrados a la metódica tarea de ingerir agua sulfurosa, pulverizarse, bañarse, ducharse y pasear arriba y abajo lo correspondiente a operaciones tan higiénicas como aburridas, todo mi afán de emprender excursiones, toda mi impaciencia por registrar la Montaña ha tenido que someterse a la superior razón del plan curativo, limitándose nuestras correrías a las que pueden realizarse por la tarde, después de cumplida la faena termal y despachada la comida, que se sirve temprano, según costumbre en esta clase de establecimientos.
    No obstante la restricción, no nos falta que ver y recorrer. Sin hablar de la estación termal de Puente Viesgo, que a los profanos en medicina no nos ofrece otro interés que el de un pintoresco, abrupto y hermosísimo paisaje suspendido sobre el río, tenemos bien cerca el solar de Quevedo, y no muy lejos, en Villacarriedo, el palacio de Soñanes.
    Préciase y alábase la Montaña de que, si bien hasta el presente siglo no rodó en ella la cuna de escritores de alta fama, en cambio, de linaje montañés y de solar radicado en esta tierra proceden algunos de tan universal renombre como el marqués de Santillana, Garcilaso de la Vega, Lope de Vega, Calderón de la Barca y D. Francisco de Quevedo. No es oriundez discutida y conjetural, como la oriundez gallega de Cervantes, sino abolengo claro y probado, pues en la Montaña los linajes andan colados por tamiz y se conocen al dedillo las genealogías. Y ya que viene a cuento lo de los linajes, diré algo que me ocurre acerca de ellos, comparándolos con los de mi tierra.
    Si, por cierto estilo, todos los linajes son igualmente viejos, pues se remontan hasta el manzano del paraíso terrenal, como quiera que el principiar a distinguirse una familia pende de circunstancias especiales, verbigracia, hechos históricos, que originan su gloria o aumentan considerablemente su influjo y riqueza, claro está que unos linajes son mucho más antiguos que otros, y se les compara al vino generoso embotellado, que al transcurrir años gana aroma, fortaleza y precio. La nobleza de sangre tanto es más calificada, cuanto es más añeja.
    Ahora bien, si mis observaciones no son, como de viajero de paso, engañosas y superficiales, en la Montaña, donde se ostentan con magnífica pompa los timbres nobiliarios, proclamándolos en lemas altaneros y derrochando blasones en cada lienzo de pared, sólo veo dos fechas señaladas, de las cuales puede provenir todo el lustre de sus casas infanzonas e hidalgas: la de la conquista de Sevilla, en que tanto auxiliaron al Santo Rey Fernando las galeras de las Cuatro villas de la costa, y la del descubrimiento y Colonización de América, en que también se adelantan los montañeses. Así como la nobleza de Galicia pierde camino desde el siglo XIV, por su adhesión a don Pedro de Castilla y resistencia a la usurpación de Trastamara, y desde el XV consuma su ruina por su adhesión a la perdida causa de la Beltraneja, en la Montaña coincide el incremento de los linajes con el incremento de la Monarquía española, que desde San Fernando encuentra su base ideal. De aquí saco en limpio que nuestros linajes gallegos, —en su mayor parte fundados y poderosos desde el período suévico, y dueños de verdaderos privilegios señoriales y feudales que ningún Monarca otorgó, pero que sancionaron el valor, la costumbre y el dominio— son realmente más viejos, y por consecuencia más ilustres.
    En el romance de los Ceballos, que cita Amós de Escalante en precioso libro, breviario del excursionista por la Montaña, veo algo que confirma esta presunción mía, y demuestra cómo también en la Montaña se juzgaba inferior, y, digámoslo así, haitiana, la nobleza conferida por Reyes . Hé aquí el fragmento de romance en toda su altanería:

«De Jerusalém vinieron
el Infante don Pelaio
y con él un caballero
Zeballos infanzonado.
que las breñas de Pereda
convirtió en logar poblado.
Nueva s armas le da el Rey
porque venció al renegado:
peral verde y peras de oro
con un lobo atravesado.
Cavallero soy, señor, de linaje señalado,
armas tengo muy nobles que me dejó mi pasado;
las que me dio Vuestra Alteza tomo para este criado».

    Prescindiendo de estas menudencias, y considerando la cuestión de linajes desde otro punto de vista, trabajo le mando al discípulo de Lombroso que quiera explicar, por influencias de clima, genios tan diferentes como los de Quevedo y Calderón de la Barca, el bufón y el teólogo, el autor de las jácaras y el de los autos sacramentales, ¡las dos caras del Jano nacional!
    Para trasladarnos al solar de Quevedo desde el balneario de Ontaneda, sólo tenemos que dar un corto paseíllo al lugar de Bejorís, a la orilla opuesta del río Pas.
    El río Pas —con todas sus ínfulas y desplantes— en esta época del año va casi seco. Para cruzarlo podemos optar entre varios medios: o la travesía en una barca chata, que se impulsa agarrándose a una cadena tendida de margen a margen, o un puente de madera, podrido, casi desbaratado ya, y que sólo espera, para acabar de hundirse, a que pase alguno, o la serie de brincos por los atrancos y paseras, como aquí dicen —poldras, que decimos en Galicia—, piedras desiguales, echadas a través del río, y desgastadas por la corriente. Optamos, a la ida, por la barca, y a la vuelta, por los atrancos; y después de ascender una cuesta bastante agria y de salvar vallas y portillos, entramos en el prado del Escajal, donde no ha mucho (según afirmó un aldeano muy viejo) aún se distinguían ruinas de la que fue casa solariega del gran satírico español.
 
Ruinas del antiguo puente de madera que unía Vejorís con Ontaneda, mencionado por Pardo-Bazán en su visita de 1894.
Colección R. Villegas.
 
    
No puedo repetir el verso de la famosa Canción, y exclamar: «de todo apenas quedan las señales», pues ni señales quedan. Creo que se proyectaba elevar aquí un monumento sencillo a la memoria de Quevedo, y hasta se allegaron fondos; pero el proyecto no se llevó adelante, y el labriego, al defender con humilde valla su heredad, fue arrancando y sirviéndose de la última cimentación de aquel solar tres veces esclarecido... Esas piedras son probablemente las mismas que desbaratamos para saltar más fácilmente la cerca. Una inglesa carga con ellas y las convierte en prensa-papeles después.
    «Años hace —escribe Amós de Escalante en el citado libro Costas y montañas, único digno de rivalizar en primor descriptivo con La Alpujarra, de Alarcón— le señalaban (al solar de Quevedo) cuatro arruinadas paredes, vestidas de zarza y helecho, sobre el áspero declive de un prado, llamado el Escajal, cuyos gallardos robles saltea el Pas en sus avenidas, y se los lleva de uno en uno, con la tierra donde arraigan». No debía de estar ya muy firme en vida de Quevedo la casa de sus mayores, cuando él mismo la describía así:

«Es mi casa solariega
más solariega que otras,
pues por no tener tejado,
le da el sol a todas horas».

    Siendo Quevedo montañés de casta, no hay que decir si luciría su familia una divisa tremenda. En efecto, la lucía, y tal, que, si ha de dársele crédito, el primer Quevedo fue el que vedó a los moros entrometerse por esta parte de España; y no se lo vedó del modo ordinario, recibiéndolos a lanzadas, sino con sólo una orden: «porque así lo mandé yo», reza la divisa. Esta hombrada singular, que parece análoga a los misterios de la hipnosis, nos autorizaría, si estuviésemos de humor, para nombrar a Quevedo Monsieur Vetó, como los revolucionarios franceses a Luis XVI.
    No adivino por qué lleva este delicioso prado el feo nombre de Escajal. No abundan en él los escajos, tojos, aliagas o árgomas —que si no me equivoco es una misma planta, picona y triste— y en cambio crece una hierba mullida y suave que casi nos llega a la rodilla, y un océano de flores silvestres, más grandes, más diversas, más ricas de colores aquí que en parte alguna. La chiquilla aldeana que nos sirve de guía está haciendo un ramillete, y con su cara morena y fresca y el haz de flores en los desnudos brazos, parece un cromo idílico.
    Literalmente nadamos, nos anegamos en esta flora admirable. El trébol rosa, amarillo y blanco; las salvias melifluas; las orquídeas raras y delicadas; los enhiestos gladiolos; los acianos o blués, tan de moda hoy, que pasan del azul zafiro al azul turquesa; las remilgadas minutisas; las biznagas, que en el centro de su umbela blanquísima tienen una gota de sangre; las valerianas lujosas; la amarilla cicuta; el cardo arquitectural; las medicinales manzanillas; las margaritas, que en sus pétalos llevan la revelación del destino; las vaporosas gramíneas; el miosotis, lleno de nostalgia... se agrupan y entremezclan formando un tapiz recamado y aromoso, de cuya belleza primaveral no sabré dar idea a quien piense que los jardines más hermosos los planta y cuida el jardinero.
    Sin duda esta riqueza floreal es propia del valle de Toranzo, pues al ir a Villacarriedo noto que escasean ya las flores.
    Una muralla vetusta, flanqueada de cubos, revestida de hiedra, que queda a nuestra derecha, es el solar del Fénix de los Ingenios. Al entrar en Villacarriedo y antes de entrar en el pueblo mismo, nos detiene el palacio espléndido, propiedad y residencia habitual de don Fernando Fernández de Velasco y Soñanes.
    A fin de ver el palacio emprendimos la excursión, si bien ocasionalmente he celebrado conocer el Colegio de los Padres Escolapios, que me lo enseñaron con detenimiento y amabilidad, sabiendo yo de antemano los hijos de San José de Calasanz educan bien y robustecen mejor a los muchachos que se les confían.
    Si he de juzgar por el apellido de Soñanes, el actual poseedor del palacio lo heredó de su familia materna. Al unirse los Díaz de Arce con los Velascos, juntóse, como suele decirse, el hambre con la gana de comer, o, para que no se interprete mal, reuniéronse dos casas igualmente preciadas de su origen. Los Velascos ya sabemos que existían «antes que Dios fuera Dios y los peñascos peñascos» —blasfemia heráldica que no sé cómo pudo dejar correr la Inquisición— y los Díaz de Arce proclaman su sangre real por boca de los fieros leones tenantes de su escudo.
    Al detenerme maravillada frente al palacio de Soñanes, le encuentro más afinidad con una rica iglesia del estilo peculiar del Borromino que con la morada de un señor. Lleva la fecha de 1719, época en que todavía no nos infestaba el tedioso neoclasicismo, y la arquitectura española encontraba una de sus mejores fórmulas con la escuela churrigueresca. Las dos fachadas del palacio, con sus estriadas columnas, sus floreadas ménsulas, su ornato de hojas, sarmientos y racimos de vid, sus jarrones, sus capitelillos y sus coronas y cenefas de elegantes pináculos, parecen retablos soberbios, tallados y dorados, contribuyendo a esta impresión el matiz de ámbar que adquirió la piedra y los emblemas y los ángeles que, con espada desenvainada, guardan el ingreso del palacio.
    Se cuenta que tan opulento edificio fue erigido con la plata que remitía desde Lima un virrey. Quiso un día el virrey enterarse de cómo marchaba la obra, y al verla, ordenó indignado que la quemasen inmediatamente, partiendo para no volver nunca. Ignoro si debe creerse el hecho; lo cierto es que, por fortuna, el palacio no ardió, pero quedó sin terminar su monumental y tétrica escalera.
Por dentro, el palacio revela los gustos aristocráticos, selectos, exquisitos, de su dueño, señor cuya fama de romancesca hidalguía ha traspasado los límites de la Montana. Aunque D. Fernando Velasco se encuentra con su familia en Vichy, podemos decir que le hemos visto, con su chambergo y su apostura del siglo XVII, en el mobiliario de su casa. Hay allí libros raros, vargueños, armas, cuadros de mérito, y una galería de retratos procedentes de la casa de Híjar, atribuidos algunos de ellos, nada menos que al Ticiano y a Pantoja. Las gallardas cabezas y las enjutas fisonomías de los antepasados me acompañan, por decirlo así, fijas en mi memoria, mientras regreso a Ontaneda.
 


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