CAZADORES DE OTROS TIEMPOS «Gándara el Zapatero»

Dibujo de Mariano Pedrero  
 
Por José G. Bustamante. Publicado en El Diario Montañés, el 25 de abril de 1922.

    Durante 40 o 50 años, hasta el 1910 —en que muy viejo murió—, residió en Ontaneda —importante pueblo del valle de Toranzo (Santander)—, ejerciendo su oficio de zapatero en una casa junto a la carretera y próxima al acreditado Balneario, un individuo llamado José Gándara, de origen vizcaíno, muy aficionado a la caza de liebres, como se practicaba allí y en toda la Montaña, con perros sabuesos y a la espera; hombre inteligente y práctico, que unido a su habilidad en la crianza y adiestramiento de perros, consiguió alcanzar fama de gran cazador en aquellos lugares y con sus buenos elementos matar gran cantidad de dichos roedores y otras piezas montunas, cuyos hechos, unidos a su especialidad en hacer buen calzado para el ejercicio de la caza y de positivo resultado en aquel terreno, le sumó importante clientela, no solamente entre sus vecinos, sino que también con los forasteros que entonces concurrían al pintoresco valle, ya como bañistas, veraneantes o viajeros de paso. Pero aparte de reunir estas condiciones, concurrían en él ciertas facultades de improvisación en las charlas venatorias y, sobre todo, una significada imaginación que producía las mayores fantasías o una inventiva extraordinaria para desaprensivamente soltar frecuentes mentiras de cazador que le dieron notoria celebridad por la amenidad con que las relataba —sin dejar de trabajar— entre aquellos bien dispuestos oyentes que en su taller se reunían diariamente no solo por afición a la caza, sino también por alternar con otras personas de distintas categorías sociales que les gustaba pasar el rato (en aquellos tiempos se carecía de ciertas expansiones modernas en el campo) escuchando a Pepe el Zapatero, que siempre tenía a mano —además de la herramienta— una anécdota o hecho que relatar, sentado en su banqueta, con su habitual serenidad y caladas sus enormes gafas machacando la suela o cosiendo el material, sin dejar de referir el resultado de sus pasos en las primeras horas del día cazando y enseñando a los contertulios algún bicho colgando en invariable sitio que mató temprano, antes de empezar las faenas de su oficio, que solamente abandonaba en los días festivos.
    De dicha entretenida tertulia, frecuentada con algunos elementos pudientes a quienes convencía con sus razonamientos, obtuvo buenos precios en la venta de varios perros que con cierta oportunidad aparecieron por su establecimiento ostentando las características de la pura raza y atestiguando su frecuente contacto con las rudas asperezas del monte, y consiguió además otros beneficios con regalitos de buenos ejemplares de liebres (peso de 8 a 10 libras en aquel terreno), enviadas «calculadamente» a ciertos elegidos parroquianos que generosamente le compensaban con el encargo de un par de botas o una remuneración equivalente… en aquellos tiempos.
    Yo, como joven principiante en aquella época y con gran afición, también me trataba con él y fui en algunas ocasiones su compañero de caza —no obstante tener en casa un maestro y notabilísima autoridad en el arte de la montería—, sin ocultar que también de aquel maestro recogí ciertas enseñanzas que sirvieron de complemento a mi aprendizaje con otros buenos aficionados, paisanos y parientes que compartían el disfrute de aquellos buenos años de caza y memorables ratos tan peculiares en esos rincones de la provincia de Santander.
    De las originales mentiras que con tanta frecuencia le oímos y que le dieron a Gándara aquella repetida celebridad, recuerdo, entre «otras», una de gran calibre que no deja de tener gracia y con el parecido posible, a pesar del tiempo pasado, procuro describir, suprimiendo ciertos adjetivos que ilustraban sus conversaciones:

    «Sabía que en el monte Rodil, desde el principio del verano andaba un corzo que otros “voceras” de cazadores no habían podido matar, y un buen día de fiesta salí, por la puertuca de atrás, dispuesto a no volver a casa sin traerme a las espaldas tan codiciada pieza. Llevaba a tal fin, además de los necesarios pertrechos de caza y dos buenos perros, (el “Zabala” y el “Prim”), un poco de comida, como de costumbre envuelta en una servilleta blanca colgada de la cintura, para cuando llegara mediodía tomármela al lado de una buena fuente. Ya en el monte muy tempranuco, solté los sabuesos “mismamente” en el “campo del agua” que solía el corzo andar de noche pastando, y animándolos sin perder tiempo, llegué a una altura, parándome en un “portillo” segura salida o pasada de todo animal que hubiera dentro de la mata. Colocado convenientemente en aquel puesto, metí dos cartuchos de bala en la escopeta y esperé la labor de los perros, que bien pronto, con sus vivos latidos, me avisaron que habían dado con lo que buscaban. No pasaría un cuarto de hora, cuando se me presentó el corzo con la lengua fuera y en mucha carrera, al que disparé de frente, haciéndole caer instantáneamente a unos 30 pasos de mí. Resultado pues, que me fui a él con objeto de sangrarle, para lo cual saqué mi navaja del bolsillo de la braga, y para estar más suelto quité de mi cinto el envuelto de la merienda, que debí de colocar encima de la cabeza del rabón, que, por cierto, tenía los ojos muy abiertos; pero al cogerle del pescuezo para degollarle, llegaron los perros y no puedo aún darme cuenta de lo que ocurrió, pues astuta y repentinamente se levantó, saliendo como un demonio a todo correr, en medio de mi sorpresa, al ver que se llevaba el atado de la vianda prendido a sus cuernos, y al poco tiempo desaparecía el maldito entre la espesura, desconcertando a sus seguidores con grandes saltos y ligereza, por lo que no pudieron darle alcance, dejando su persecución y convenciéndome de que allí no había más que hacer. Total, que me quedé sin la caza y sin almuerzo, y lo peor, con una desazón de las mayores que padecí en mi larga vida de cazador… Pensativo, cabizbajo y dado a los demonios, bajé al pueblo, entré en mi casa de muy mal humor y a nadie me atreví a contar cosa tan extraña, como fue que después de darle un tiro y tenerle en el suelo entre las manos, se levantara dejándome burlado. Parecía cosa de brujas o que yo no estaba en este mundo.
    El mucho trabajo de aquella semana y atender a otras obligaciones caseras, no me dejó echar otro día de caza hasta el domingo, en que, bien preparada el arma, con cartuchos cargados de postas y en la seguridad de que no fracasaría mi plan, repetí la excursión al mismo sitio —acompañado de un amigo que ignoraba lo acontecido y además de servirme de ayuda, llevaba buenas provisiones de boca—, dispuesto a vengarme de mi burlador si no se había marchado a otro punto y ahora también se me ponía a tiro.
    Pero a poco de llegar al cazadero y de separarme de mi amigo que llevaba los perros, entrando en las primeras barrancas, oí las voces tímidas de un chiquillo (que con otros andaba a ráspanos) avisándome que corría hacia mí un animal con un bulto blanco en la cabeza, e inmediatamente, tapándome en un cajigo —por lo que no me vio, ni se desvió de su camino—, pude tirarle a placer, apuntándole al pecho, y verle dar vueltas en el suelo para no levantarse jamás. Lleno de asombro y con ciertos recelos, cobré de mi víctima el atado que fuertemente estaba anudado a los recios cuernucos, y en aquel mismo sitio, “los Paleros” con mi compañero, que había llegado y no salía de su pasmo, despachamos la tortilla, que conservaba buena traza, y el pedazo de pan, ya algo duro, pero todo intacto dentro de la servilleta y de buen sabor, a pesar de los días que el comestible estuvo aireándose colgado en la cabeza del bonito rumiante, que sin esperar a más, y alterándonos en la carga, bajamos a casa por aquellos callejones en las primeras horas de la tarde de aquellos días de San Mateo.
    Colgado en mi cobertizo, y antes de quitarle la piel, reconociendo el cuerpo, pude comprobar por un rasguño entre el testuz y los nudosos cuernos, que el efecto del primer disparo, la otra vez, fue solamente un rasponazo de la bala, que le tumbó, produciéndole aquella pasajera conmoción vertebral, sin más resultados que el susto para ambos y dejarme sin comer aquel inolvidable día entre los pocos que me dediqué a la caza mayor por estos cercanos montes y vericuetos».
 


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