TODO UN PORVENIR

Relato torancés/II

Por Alejandro Larrubiera[1]. Publicado en Almanaque de la Ilustración (Madrid), Año XXXI, 1903. Ilustraciones de Mariano Pedrer 

Después de muchas cavilaciones y paliques, ti Saro y Nela, su mujer, acordaron, entre lágrimas de la una y suspiros del otro, deshacerse de la Lucera, una hermosa vaca rubia que constituía todo su caudal.

—¡Hay que sacrificarse, Nela! —dijo el hombre como queriendo justificar lo acordado—. El nuestro Nanduco va ya pa los catorce años y es muy despierto, como dice el señor cura, y sería criminal que por la propia comenencia, ahora que se ofrece proporción de que vaiga a Méjico con el hijo de ti Narizucas, la desperdiciáramos y se nos quedara aquí pa sinfinito el nuestro chicuco, sin otros porvenires que el tener que echar l’alma pa mal comer borona, y ser toa su vida, como semos nosotros, un probe diablo… ¡Que vuele y corra tierras… está en la edá!… Con la maíz que hemos vendío, ite más lo que den por la vaca, ya habrá pa lo del barco… ¡Vamos, no seas tocha, mujer, y no hipes como si tuviéramos difunto en casa!… ¿Quíén sabe si golverá hecho un indianuco, como volvió don Paco, el sobrino de ti Mariquita?…

Por las razones expuestas por ti Saro, una mañanita, a punto que la luz del alba, aún indecisa y melancólica, cae sobre las montañas como velo de tenue azul, salió Nanduco de su casa con la Lucera, camino de la feria de Villasevil, una de las más renombradas que se celebran en el valle de Toranzo[2].

     La Lucera delante, detrás Nanduco, emprendieron la marcha: el animal iba a paso lento, interrumpiendo con el sonar de su campano los gorjeos de malvises y jilgueros que saludaban al nuevo día: el mozo llevaba la aijada a la espalda, descansando en los hombros y cogida en sus extremos por ambas manos: hacía el viaje tristón y malhumorado.
    No quería él ir a Méjico ni a parte ninguna… Si para esto precisaba separarse de su vaca, de su amiga y compañera de la niñez, de la que fue solícito vigilante y protector, con la que hubo de corretear por prados y montes, confiándole, con esa deliciosa candidez infantil, todas sus penas y alegrías: la hablaba prodigándole los más dulces epítetos y las caricias más tiernas, acolgajándose a su cuello, besándola en el testuz. Y la Lucera, como si correspondiese a tal afecto, le dirigía con sus grandes y melancólicos ojos miradas que a su manera expresaban gratitud: su áspera lengua lamía la cara y las manos de Nanduco, y a las voces de éste doblaba las patas arrodillándose, o se tendía en el suelo, y, mansamente, dejaba que se echase sobre ella y durmiese, o le adornara los cuernos con ramas de laurel.
        Iba el chicuco ensimismado, caída la cabeza, rumiando su desventura…
     Vender la Lucera valía tanto como vender una parte de su corazón: como risueña esperanza vislumbraba el que no le saliese comprador a su favorita… Y con la hermosa fe de los catorce años, deteníase en su marcha al enfilar por delante de los humilladeros que encontraba al paso, y, arrodillándose, pedía a las toscas imágenes de hierro o madera que en cada uno de estos se reverenciaba, que no tuviese la Lucera ningún postor en el ferial.
     Arrastrado por la inquieta fantasía, recordó haber oído referir en la aldea no sé qué historia de un infeliz que halló un tesoro y pensó que tal vez pudiera ser él un afortunado parecido… Y ansioso miraba a la tierra y al pie de los bardales y espinos, esperando de momento en momento tropezar con un bolsillo repleto de monedas o con una cartera henchida de billetes de Banco… Pero sólo tropezaba con piedras, que es lo único que se encuentra en los caminos de travesía.
     Ya en el ferial, ruidoso, lleno de gente y de ganado, Nanduco ató a la Lucera de la rama de una cajiga, y sentándose él a su pie, pasó toda la mañana y gran parte de la tarde contemplando tristón a su vaca, acariciándola, llamándola «su vida», «su cielo», temblando cada vez que se acercaba alguien que tuviera traza de feriante… Al medio día, sacó del bolsillo un pedazo de torta y la mordisqueó sin gana… Fue toda su comida… Las dos pesetas que le dio su madre para beber un cuartillo de rioja, comprar fruta o lo que quisiera, sepultadas quedaron en el bolsillo. 

     Abstraído en sus penosas meditaciones, para él la feria no existía, e impasible veía el aspecto animadísimo que ofrecían los prados, en donde los de cada pueblo formaban su rancho aparte de los demás; los tenderetes y tiendas armadas por los vendedores; el continuado trasiego de feriantes, vacas, toros, bueyes y terneros; el ruido era heterogéneo, imponderable; las voces de los vendedores ambulantes uníanse a los sones de panderetas y cantos de los corros donde bailaba la gente moza del país; en otros corros había un mal violín, y eran los señores los que danzaban; los gritos y vocerío, como de colmena, de millares de concurrentes, eran acompañados por el continuado mugir de las reses que, de pie o echadas, rumiando, paciendo, dormidas o quietas, permanecían libres o amarradas a las cajigas que corrían a lo largo de los prados trazando sus lindes[3]

Nanduco empezaba a tranquilizarse. Ya era avanzada la tarde, a Dios gracias, y en cuanto el sol, como hostia de oro, descendiera por completo al cáliz gigantesco que semejaba trazar el más alto picacho de la montaña por donde trasponía, retornaría gozoso el muchacho a sus lares, junto con su Lucera.
        
Pero, sin duda, no fueron escuchadas en el cielo las fervientes súplicas del montañesuco, por cuanto acércase a la vaca y quedósela contemplando de testuz a rabo con aire de inteligente, y por largo espacio de tiempo, un hombre ya viejo que vestía a usanza del país: sombrero negro, flexible, de alas cortas, chaqueta de paño holgada y pantalón azul; traía el tal un par de zapatos al hombro, un gran paraguas terciado a la espalda y en la diestra la imprescindible vara de fresno que remataba en un pincho.

Nanduco tembló de pies a cabeza: conocía, por ser de su pueblo, al que tan atentamente examinaba a su Lucera: seguro que aquel diablo de ti Quirón se la compraba

—Nanduco, ¿cuánto? —preguntó sin más preámbulos el viejo.
—Veinte doblones —tartamudeó dolorosamente el chico.
—Diez y ocho.
—¡Veinte!
—Diez y nueve te doy y el alboroque pa ti…
—No, señor; veinte —afirmó Nanduco con fiera energía.
—No los vale —refunfuñó el viejo alejándose despacito, volviendo la cabeza de vez en cuando hacia el grupo que formaban el chico y la vaca.

Perdióse de vista el hombre, suspiró satisfecho Nanduco y volvió a ponerse pálido y tembloroso al ver que ti Quirón reaparecía, dirigiéndose de nuevo hacia él.
    —Los caprichucos hay que pagarlos —empezó sentenciosamente—. Me he encaprichao con la tu vaca y me la llevo… ¡Ahí van los veinte doblones!
    Sacó el viejo del bolsillo interior de la americana una carterita de piel toda mugre, la abrió, extrayendo un paquetito de billetes de Banco de veinticinco pesetas, atados con un bramante. 

Contó hasta doce de aquellos papelitos y, entragándoselos a Nanduco, que tenía los ojos arrasados en llanto, le dijo:

—Cuenta: veinte doblones.
Contó trémulo el vendedor, mientras que el viejo desataba a la Lucera.
 
—Está bien, ti Quirón —balbució el chico.
Y corriendo hacia la res, la dijo abrazándose a ella y llorando:
—¡Adiós, Lucera de mi alma, adiós!…
—¡Bah, bah, no seas simplón, chicuco! —advirtió el viejo—; no llores por tan poco… ¡Vacas hay muchas!…—¡Pero como la mi Lucera ninguna!… —sollozó Nanduco.
Ni él mismo se dio cuenta de cómo había llegado a la puerta de su casa; detúvose como sorprendido; la luz de la luna alumbraba poéticamente la tierra.
Alzaba ya Nanduco la mano para llamar a la puerta, cuando oyó cerca el sonido de un campano.
—¡Bendito sea Dios!… ¡Esa es mi Lucera!… —se dijo entre sorprendido y gozoso.
    Efectivamente; la Lucera desembocó por una de las callejas.
    Corrió el muchacho a su encuentro y, abrazándose a ella, dijo con voz que resonó en el silencio de la noche como un canto de gloria:
    —¡Ya no me separaré nunca de ti!… ¡Nunca jamás!… ¡Devolveré sus cuartos a ti Quirón!… 

Dicho esto, golpeó reciamente a la puerta.
Abrióse ésta, y se destacó en el umbral la figura de ti Saro.
—¿Qué?… ¿No la has vendío?… —preguntó sin tratar de ocultar su satisfacción.
—No, padre; no hay quien compre a la Lucera.
—¡Lo siento por ti, hijuco!… Tu viaje y tal vez todo tu porvenir estaban en que la hubieses vendío…
—¡No importa!

Dijo esto Nanduco con acento de heroica resolución.



[1] Alejandro Larrubiera y Crespo (Madrid, 1869-Madrid, 1937) fue un prolífero periodista y escritor que alcanzó gran fama como cuentista y escritor de novelas cortas y sainetes. Colaboró en la mayor parte de las revistas y periódicos madrileños —y algunos de otras latitudes— de su tiempo, así como publicó sus numerosas novelas cortas en las colecciones más presagiosas que por entonces estaban de moda. Enumerar unos y otras sería tarea casi imposible. Sus temas más recurrentes giraban en torno al costumbrismo madrileño y montañés, muy sentimental y con toques de crónica social. Tuvo una gran relación con el valle de Toranzo, donde pasaba grandes temporadas, alojado no sabemos dónde. En algunas biografías leídas sobre él dicen que su familia materna procedía de Cantabria, sin especificar el lugar, lo que nos da pie a pensar que sería torancesa. A falta de una investigación concienzuda que aclare estas raíces del autor, decir que a lo largo de su carrera escribió gran cantidad de cuentos y varias novelas cortas ambientadas en nuestro valle, que conocía bien, abundando el tema de la emigración americana y el trauma que ello creaba en las familias afectadas. Márgara (Madrid. Renacimiento, 1913) es una de sus novelas más conocidas y ponderadas salidas de su imaginación que más claramente refleja su estilo. El cuento que aquí damos a conocer es otro ejemplo claro.

[2] En Villasevil se celebraban en el pasado varias ferias ganaderas a lo largo del año. Las más antiguas fueron la de San Marcos y la de San Agustín. Ambas, llamadas «de año», se fundaron en 1767, la primera al principio de primavera, el 25 de abril, festividad de San Marcos, y la segunda, conocida como «las ferias de Agosto», al principio del otoño, el 28 de agosto, festividad de San Agustín. Se verificaban las dos en un frondoso cajigal que se extendía entre los concejos de Iruz y Villasevil, provisto de todo lo necesario para realizar este tipo de mercados, que duraban tres días y a los que concurrían numerosas personas y animales, esto es: buena situación, prados, sombra, agua y mesones. La más popular con el paso del tiempo sería la de San Agustín, que junto a la de Vargas, titulada del Ángel (2 de octubre), que también duraba tres jornadas, fueron durante muchísimas décadas las ferias torancesas por antonomasia, citas ineludibles de ganaderos y tratantes ávidos de hacer negocios. En 1912 se fundó otra feria en Villasevil, esta de carácter mensual, que se celebraría los últimos domingos de cada mes en el cajigal de La Venta. La primera tuvo lugar el 31 de marzo de este mismo año. Existió una cuarta feria, también «de año», en este pueblo, la llamada de Santa Teresa, que no sabemos muy bien cuándo fue creada. Tenía lugar el 15, 16 y 17 de octubre en el mismo lugar que las anteriores. Todas estas citas ganaderas contaban con animadísimas romerías y, paralelamente, se instalaban en el recinto ferial multitud de puestos donde se vendían gran variedad de productos. VILLEGAS LÓPEZ, Ramón: Evidencias torancesas I. Apuntes sobre las antiguas y renombradas ferias de San Agustín en Villasevil. Cantabria Tradicional, Torrelavega 2005.

[3] Al comienzo de la novela Márgara (1913), Larrubiera narra un capítulo casi calcado a esta historia: un mozo es obligado a vender una vaca en la feria de Villasevil —aquí llama al pueblo Villasombril—. El fruto de su venta serviría para costearse el pasaje de un barco que le llevaría a México. En este relato el autor describe con muchos más detalles cómo era esta feria a principios del siglo XX.

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