Domingo de Piñata en Castillo Pedroso y otras historias del carnaval torancés a finales del siglo XIX
Leemos en un diario madrileño:
El viernes dio principio en
Santander, ante el tribunal de jurados, la vista de la causa seguida contra
nueve individuos, vecinos de Castillo Pedroso, por escarnio a la religión
católica[1].
Se trataba de una crónica de tribunales en la que se hacía eco, entre otros casos, de un proceso judicial que tenía lugar en la capital cántabra contra varios moradores de aquel pueblo torancés, acusados, como bien se dice, de cometer una ofensa a la religión católica, que era la «oficial» del Estado en tiempos de la Restauración —corría el año 1891— y por ello se le debía el obligado respeto y consideración. Pero… ¿cuál fue esa grave falta que llevaría a esos pobres vecinos de Castillo ante el juez? Pues, parece ser, que divertirse en los carnavales y no medir las consecuencias.
Sobre la celebración de esta fiesta milenaria en Toranzo sabemos, según la variada información existente, que se remonta a tiempos muy antiguos. Dejando aparte la Vijanera, mascarada de invierno que tenía lugar antaño en varios lugares del valle, que por su importancia antropológica y etnográfica merece un tratamiento diferenciado, los carnavales llamémosles tradicionales tuvieron aquí, como en toda Cantabria, mucho arraigo y predicamento, no solo en los ambientes donde se reunían gentes abiertas e ilustradas, como los balnearios o las quintas de las familias adineradas de Ontaneda, Alceda, San Vicente, etc., sino también en el ámbito rural y popular, que era como decir en todo el valle.
En estos días de diversión y desenfreno todo está permitido gracias a esa ley no escrita que dice que en el tiempo de carnaval el hombre puede dar rienda suelta a sus impulsos reprimidos durante el resto del año, dentro de un civilizado orden, claro está, y que nadie tiene que sentirse ofendido por ello, ni las autoridades civiles, ni las eclesiásticas…
En Castillo Pedroso parece ser que este razonamiento no les sirvió a los «guardianes» de la ortodoxia católica, pues se armó gorda por lo allí sucedido durante los carnavales de ese año, especialmente por lo acontecido el Domingo de Piñata, unos hechos que debieron traspasar la línea roja de lo que el clero y las autoridades de aquel pueblo establecieron como «asumibles» y tolerables. He aquí la historia:
Este día significado de las fiestas carnavalescas, el Domingo de Piñata, que en ese año cayó en el 15 de febrero, un grupo de mozos de Castillo, provistos ellos de buen humor y ganas de divertirse, recorrían las calles del pueblo vestidos para la ocasión, llamando verdaderamente la atención los ropajes estrafalarios que vestían. Y lo hicieron hasta la hora del Rosario, según consta en los papeles. A la terminación de este ocurrió que el cura tuvo que administrar el viático a una desdichada enferma del lugar, y algunos de los procesados se quitaron los disfraces y la acompañaron a su casa junto a otros vecinos, todo ello con la compostura debida. Pero, terminado este acto, volvieron a disfrazarse, ya que consideraron ellos que una cosa no quitaba la otra, y entonces fue cuando el asunto se desmadró, como se dice vulgarmente.
Un tal Julián González, a quien el vulgo local le había bautizado con el «apropiado» apodo de «El Jesuita», procurando, con una bata de colores, imitar cuanto pudo los hábitos sacerdotales, con un libro en la mano y una brocha que hacía de hisopo, fue echando bendiciones por aquí y por allá, con la correspondiente jarana y risión de la comparsa que le acompañaba. Más tarde hizo como que confesaba a sus compañeros de proceso, parodiando seguidamente el acto de la comunión, ofreciendo a los «penitentes» y a una burra que les acompañaba unos pedazos de papeles a modo de hostias. En fin… que aquello debió escandalizar tanto al clero y a otras personas del pueblo que la denuncia ante las autoridades fue la respuesta natural ante semejante pitorreo y consiguiente ultraje a la religión. Claro que esta era la versión de los denunciantes, porque la de los reprobados era otra, como veremos.
La citada denuncia se judicializó y el asunto empezó a pintar mal para los nueve encausados de Castillo Pedroso, todos jóvenes de entre 16 y 20 años, que durante algunos meses vislumbraron sus destinos con profunda preocupación, hasta que en noviembre de este mismo año se celebrara la vista en la Sala primera de la Audiencia Provincial, concretamente durante los días 3 y 4, «aclarándose» entonces todo lo ocurrido. 37A
![]() |
Vecindario de Castillo Pedroso en los primeros años del siglo XX. Entre ellos se encontraban la mayoría de los protagonistas de esta historia. Archivo R. Villegas. |
El juicio fue seguido por la prensa regional con interés, especialmente por el diario santanderino La Atalaya, que recogió todos los detalles de la vista para informar a sus lectores, tal como era habitual en la época cada vez que se dirimían en los juzgados asuntos «gordos» y rocambolescos, y este lo era. ¡Las crónicas de tribunales siempre ayudan a vender muchos periódicos! Antes, igual que ahora.
En la primera jornada, siguiendo lo publicado por el periódico aludido, tras referir el ministerio público en los términos ya explicados los hechos constitutivos de delito, el abogado defensor puso de manifiesto la versión de los encausados diciendo que
… el día de Piñata, estando disfrazados los jóvenes procesados, cada uno con la ropa que pudo más apropiada con los apodos con que se les asignaba, pero sin alusión ni parecido alguno a las cosas ni personas religiosas, antes bien con trajes completamente ajenos a esas cosas, tan completamente ajenos que, como el del Jesuita —que se ha supuesto fingir actos sacerdotales— iba vestido de colores chillones; y tan extraña es la imputación como que los jóvenes aludidos, encontrando al viático en aquellos momentos, lo que hicieron fue despojarse de sus disfraces y concurrir con recogimiento al acto, mientras se realizaba en casa de una enferma, Isabel, y regresar luego a la iglesia, formando también parte del acompañamiento. Lo que hubo fue que se disfrazaron con las ropas más apropiadas con los apodos que les habían puesto unas muchachas del pueblo, y que de eso se formó base para una intriga por resentimientos contra los procesados.
El tribunal de derecho estaba presidido por el Sr. García Álvarez y los magistrados señores Gullón y Polanco. El fiscal que actuaba era el de la Audiencia, el señor Aparici Guijarro, y la defensa estaba encomendada al abogado Calderón de la Barca. Sorteado y constituido el tribunal del Jurado con las «fórmulas de ley», se procedería a la prueba de cargo, comenzando por el interrogatorio a los procesados. Antonio Taladrid, conforme a los hechos que sostenía la defensa, aseguró que «… no se hizo alusión ni escarnio a la Religión, sino que él y sus compañeros salieron de broma vestidos por modo que caracterizara o significase los motes que a cada uno le habían puesto: uno el baboso, con una toalla a modo de babero, otro de calderero, otro de zapatero ambulante, otro vendiendo óleo con una burra, etc.». los demás dieron por buenas las explicaciones de Taladrid.
Llegó entonces el turno de los testigos de la acusación. En primer lugar Pedro Vela Muñoz, denunciante de los hechos de autos como alcalde de barrio. Este declaró «… que se dijo en el pueblo que los mozos habían figurado que se confesaban unos con otros y que daban comunión a la burra, y que él denunció el hecho porque así se lo dijo el señor cura». Precisamente sería el párroco, Bernardino Prieto, quien pasaría después a contar su versión. Dijo que «… vio a varios jóvenes disfrazados, entre ellos a Julián Camino, como haciendo de sacerdotes y echando bendiciones con una brocha, y no vio más, sino que por la noche le dijeron en su casa que habían hecho parodia de la administración de sacramentos y de una plática que él había dicho en la iglesia; y que estos hechos se aseveraban de público; pero que cuando se supo que se andaban buscando pruebas para perseguirlos, todo el mundo los negaba ya». Declaró además que los procesados habían asistido aquella tarde con recogimiento al acto de viaticar a una vecina; y que «en efecto, él fue quien escribió la denuncia de aquellos hechos, de acuerdo con el alcalde de barrio, al que solía redactar otros documentos, y que se vio obligado a denunciar los hechos, en vista de la gravedad de lo que se contaba».
Antes de continuar, procede decir con relación al cura del pueblo que unos años atrás, no muchos, exactamente en junio de 1884, apareció en la prensa capitalina, en este caso en La Voz Montañesa, una noticia curiosa y sorprendente. Sucedió que unos vecinos, no se sabía con qué motivo, habían «obsequiado» al sacerdote con tan ruidosa cencerrada que este se vio obligado a abandonar el pueblo «sin que hasta la fecha haya vuelto, que sepamos[2]», escribía el cronista. ¿Fue Bernardino Prieto el protagonista de este incidente, o se trataba de otro párroco? En todo caso, parece que por aquellos tiempos en Castillo Pedroso tenían el sentido del humor muy «desarrollado[3]».
La jornada avanzaba con la presencia de más testigos de la acusación. Así, el vecino Federico Ojeda declaró que desde una ventana vio la farsa que se supone hicieron los mozos con la burra, «… preguntándola el Jesuita si tenía bula, y moviéndola los otros la cabeza para significar que no». Confesaba, además, un dato muy interesante: tuvo en el pasado un juicio con alguno de los procesados por «haberle maltratado de obra éste» (se supone que el tal Jesuita), pero decía al tiempo que, así y todo, era amigo suyo. Manuela Rubio, niña de unos 10 años entonces, dijo que vio cómo se confesaban los mozos, haciendo de confesor el tal Julián Camino, el Jesuita; pero que, en cuanto a la pollina, solo vio que la ponían debajo de un tapabocas. Ceferina Calderon, de 12 años, declaró lo mismo que se predecesora Manuela. Rosa Vela, de 13 años e hija del alcalde de barrio denunciante, añadió a lo ya dicho que Julián Camino preguntó si «había más que confesar». María Ocejo, de 12 años, que decía ser hija del sacristán, afirmaba igualmente que desde una ventana vio cómo fingían confesar a la burra y darle comunión con un papel. Por último compareció José María Ortiz, de 60 años, declarando tan solo que oyó que hicieron la farsa de la confesión de la borrica y que otras noches cantaban a deshora «sin respeto a la autoridad».
Tras un receso continuó la vista con los testigos de la defensa, que fueron desfilando uno tras otro en gran número, evidenciando lo que ya sospechábamos, la gran división que había en el pueblo en lo tocante a este asunto —y seguramente sobre algún otro más—. Cipriano Martínez, de 48 años, sería el primero, seguido de Marcos Revuelta, Manuel Fernández, de 60 años, Josefa Conde, de 17, María Conde, de 16, Faustina Fernández, Estanislao Fernández, de 48 y dueño de la burra, Carmen y Felipe Vallejo, Isidro Díaz, José María Santibáñez, Benito Prieto y alguno más. Todos, con unas palabras o con otras, negaban que la jarana de los acusados derivara en ofensas a la Religión y que todo era fruto de las intrigas y enemistades que había en el pueblo.
El juicio concluyó al siguiente día, 4 de noviembre. A las nueve de la mañana se iniciaría la sesión con el informe acusatorio del fiscal y seguidamente el alegato del abogado defensor. Por último, el presidente, D. Pelegrín García Álvarez, hizo el resumen «con severa imparcialidad», formulando las preguntas al Jurado, retirándose este acto seguido a acordar el veredicto, que sería de inculpabilidad en los términos siguientes:
—El procesado Antonio Taladrid Sigler ¿es culpable de haberse disfrazado en la tarde del día 15 de febrero último, en el pueblo de Castillo Pedroso, y en unión de otros mozos de haber remedado en son de burla a ceremonias y sacramentos de la Religión Católica, haciendo que se confesaba y que administraba los sacramentos a un asno que uno de ellos llevaba? —No.
(Repetida la pregunta en cuanto a los nueve procesados, el Jurado la absuelve en el mismo sentido).
—Los procesados Fernando Martínez Mantecón y Raimundo López y López ¡eran mayores de quince años y menores de dieciocho, en la fecha de 15 de febrero último? —Sí.
En consecuencia, y resumiendo, con arreglo al veredicto del Jurado, el tribunal de derecho, que era el que tenía la última palabra, en boca del señor Gullón, absolvió a los nueve procesados, con las costas de oficio, mandando ponerlos en libertad. Como se pueden imaginar, los padres de los jóvenes lloraron de alegría, igual que muchos vecinos del pueblo que habían asistido a la vista[4]. La cosa no era para menos, pues un fallo condenatorio les habría causado gravísimos perjuicios, que hoy en día no nos imaginamos.
No sabemos si la algazara que disfrutaron aquel Domingo de Piñata de 1891 los nueve vecinos de Castillo les compensó estas amarguras, pero lo que sí sabemos es que los carnavales no se resintieron en el valle por este incidente, más al contrario, en los años venideros se celebraron con mayor esplendor.
Sin ir más lejos, cuatro años más tarde, en 1895, El Eco de Carriedo informaría de que se estaban organizando a lo grande los carnavales en los pueblos de Ontaneda y Alceda: «… saldrá de aquí —decía— una numerosa y variada comparsa bien organizada, con sus correspondientes coplas y luciendo vistosísimos trajes». El elemento femenino perece ser que tomó la iniciativa, pues «… el gremio costureril (que es numeroso) de este pueblo se ha congregado para confeccionar los trajes bajo la dirección de la inteligente profesora de corte doña Marcelina Sainz, y es digno de ver el modo que tienen las costureras de manejar la aguja… Se vela en el taller hasta las once y pico de la noche con un afán y una laboriosidad incansables. El sereno (aquí le tenemos inmejorable) acompaña después a las chicas con su chuzo y con su linterna hasta sus respectivos domicilios para evitar desmanes…».
Sobre las comparsas carnavalescas que se estaban organizando, decía El Eco de Carriedo lo siguiente: «Dicen que la comparsa que lucirá una preciosa bandera bordada con el título de La Ontanedense, llegará hasta Renedo, deteniéndose en El Soto e Iruz, y seguramente que además de gustar ha de hacer por allí buena colecta. Además de esta se habla de otra comparsa que dicen se está formando en Alceda, y son muchos los que piensan salir esos días con careta, tantos que creo que va a resultar una por cada habitante. Hay aquí este año furor por las mascaritas»[5].
¡Desde luego que hubo furor ese año por los carnavales en Toranzo! ¡Nada menos que doce fueron las comparsas que se formaron! El cura de Castillo —y algún otro más— lo debió de pasar mal esos días al ver tanto disfrazado haciendo el tarín.
Volviendo a leer al corresponsal de El Eco de Carriedo nos enteramos cuáles fueron estas: «La Ontanedense, La Sota de Carriedo, la Comparsa del Gato, Los Serenos Diurnos, El Nublado, El Parto de un Sereno, Tres Pueblos con Careta, Un Baile con Máscaras, Las Tapadas, El Gran Botánico en Danza y El Entierro de la Sardina».
Sobre el desarrollo de la fiesta esto es lo que contaba dicho escribidor:
La comparsa La Ontanedense de que hablé en el número anterior, lució el domingo pasado preciosísimos trajes que causaron la más grande admiración en todos los pueblos que recorrió.
El Coro de los Vulcanos adherente a la misma se portó mejor que lo que prometía el poco tiempo que tuvo de ensayo.
Las gigantillas, bailadas y meneadas con mucha sombra, especialmente la que llevaba Barrio.
La Sota, que salió de Alceda, hizo buena colecta en los pueblos que recorrió y no pequeña en Villacarriedo, donde gustó mucho, aunque la gente estaba ya algo ronca por el mucho trabajo y largo recorrido de esta comparsa, que aprovechó bien el tiempo.
Otra notable fue la del Gato, que exhibía un soberbio Ratópolis en una jaula, haciendo las delicias del público por las ocurrencias de los domesticadores.
Pero los que más llamaron la atención fueron dos serenos que iluminados por sus faroles mandaron cerrar, y cerraron, a las once del día todos los establecimientos públicos de estos pueblos.
Uno de ellos se nubló a la hora de llegar los serenos auténticos, y a pesar de habérsele apagado la linterna dio a luz con toda facilidad… una cuartilla de Rioja.
Dícese que el cabo le castigará con una multa.
Como anuncié anteriormente, el número de máscaras ha sido incontable. En Alceda, Ontaneda y San Vicente ha habido un auténtico derroche de caretas, sin que falten individuos que no se la han quitado hasta el Miércoles de Ceniza.
Hubo, por supuesto, su correspondiente baile de máscaras, animadísimo y con chicas de pro, excitando vivamente la curiosidad tres del sexo femenino que se negaron redondamente a descubrirse, pero no falta quien asegure cuáles eran ellas.
Como siempre…
Se comenta extraordinariamente el humor del Gran Botánico, que dando al traste con su ordinaria gravedad danzó, bailó y jaleó de lo lindo en el baile del martes, dando un soberbio mentis a los que le tienen por hombre de rígidas e inalterables costumbres. ¡Lo que hacen los carnavales! Aseguran que el Gran Botánico contemplaba aún en la madrugada del miércoles el desarrollo de los ovarios. …
Para que nada faltase, hubo dos Entierros de la Sardina, demasiado bien organizados si se tiene en cuenta el estado corporal de los organizadores.
Estos carnavales harán fecha en el valle de Toranzo[6].
[1] La Época, 10 de noviembre de 1891.
[2] La Voz Montañesa, 28 de junio de 1884.
[3] Sabemos que esta práctica de las cencerradas se daba antiguamente en nuestros pueblos cuando un viudo —o viuda— se volvía a casar. Era, por lo general, una broma muy mal llevada por los destinatarios de la misma, dando lugar en ocasiones a incidentes de cierta consideración. ¿Tuvo el cura de Castillo Pedroso algún «asunto de faldas» que propiciara tal fechoría?
[4] La crónica completa del juicio se puede consultar en: El Atlántico, 5 y 6 de noviembre de 1891.
Comentarios
Publicar un comentario