BORLEÑA: UNA CRUZ, UNA NARRACIÓN Y UN CURA HEROICO
En 1879, el escritor andaluz José Lamarque de Novoa (Sevilla, 1828-Dos Hermanas, 1904) publicó un libro que llevaría por título Recuerdos de las montañas (Baladas y leyendas). Escrito en verso, agrupaba este trabajo nueve composiciones inspiradas en la tierra cántabra y, especialmente, en la torancesa[1], valle al que estaba muy vinculado, y cuyos temas giraban en torno a asuntos históricos y legendarios a los que él teñía de catolicismo y tradicionalismo extremo, siendo ello fiel a sus principios morales y estilo literario.
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Cruz de piedra hincada en el entorno de la bolera de Borleña. Fotografía R. Villegas. |
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Portada del libro Recuerdos de las montañas, publicado en 1879. Colección R. Villegas. |
Al final del cuento…
Bueno, lean, que, aunque sea un poco largo, se enterarán de lo sucedido.
I
BORLEÑA
Lector,
si cruzaste un día
La excelente
carretera
Que, de Santander
partiendo,
De Burgos llega a
las puertas;
Al atravesar el
valle
Que el Pas
fertiliza y riega
Y que desde
antiguos tiempos
De Toranzo el
nombre lleva;
De su espléndido
paisaje
Entre infinitas
aldeas,
Casi al borde del
camino
Y a la falda de
alta sierra,
Ver pudiste una
notable
Por lo extraña y
pintoresca
Y por las verdes
montañas
Que en torno galas
le prestan.
Cual miruella del bosque,
Entre las ramas
espesas
A las miradas
ocúltase
Del que curioso la
observa;
Y el geógrafo en
el mapa
Puede percibirla
apenas
Entre las sombras
perdida
Que sus montes
representan.
Pocos son los que
conocen
Sus recónditas
bellezas;
Muchos su
existencia ignoran;
Tiene por nombre Borleña.
-----
A su
pie y entre altísimas montañas
Que de Cumple (¿?)
y el Pombo el nombre llevan,
Pequeño valle
extiéndese risueño
Cercado de
magnífica arboleda.
Por
su seno deslízase en estío
Manso arroyo de
clara trasparencia,
Que en cenagoso y
bullidor torrente
Del crudo invierno
en el rigor se trueca.
Rústico
puente de madera tosca
Préstale sombra y
burla su fiereza,
Y una fuente que
nace al pie del monte
Gota a gota sus
linfas acrecienta.
Allí,
bajo los árboles, se extiende
El ancho corro, do
en alegre fiesta
Danzan las
campesinas y los jóvenes
Al son del
tamboril y panderetas.
Y
allá en el fondo y dominando el cuadro
Destácase la torre
de la iglesia,
Que entre el
bosque mostrándose parece
De aquel lugar
gigante centinela.
Este
pequeño pueblo, el diminuto
Valle, que altivas
las montañas cercan;
La iglesia, el
puente, el murmurante arroyo,
Las verdes ramas
quelas aguas besan,
Las
zagalas y jóvenes labriegos
Danzando en la
amenísima pradera,
Fuera asunto en
verdad para un idilio
De Gesner digno,
el inmortal poeta.
II
LA CRUZ DE PIEDRA
No
lejos del arroyo,
Toscamente
labrada,
Modesta
cruz de piedra
En
el prado se alza.
Breve
inscripción se mira
En
sus brazos grabada,
De
humilde sacerdote
A la
memoria santa.
Al
pie silvestre hiedra
Sus
troncos a ella enlaza,
Cual
si del rudo tiempo
Quisiera
resguardarla.
Y
estrecho puentecillo,
Allí,
de piedra basta,
Un
brazo del arroyo
Difícilmente
salva.
Pensativo
una tarde
Ante
la cruz me hallaba,
Mientras
distante oía
Rumor
de alegre danza.
Y
en pensamientos tristes
Mi
mente se abismaba,
Lo
frágil comprendiendo
De
las dichas humanas.
Mas
en breve a mi vista,
De
hinojos, pobre anciana
Besó
la cruz, y luego
Murmuró
una plegaria.
Comprendió
en tal ofrenda
Su
viva fe mi alma,
Asomando
a mis ojos
A mi
pesar las lágrimas.
Y
en el cristiano signo
Y en
la ofrenda sagrada,
Tal
vez de oculta historia
Adiviné
una página.
A
la anciana acérqueme,
Y en
corteses palabras
Le
rogué que aclarase
Mi
ilusión infundada.
Y
contestóme al punto:
—«No
es la que os asalta,
Señor,
fútil sospecha
De
mente acalorada;
Que
en esta cruz bendita
Y en
la fuente que mana
Tras
ese erguido monte,
Del
Olvido llamada,
De
abnegación sublime,
Y al
par de dicha y lágrimas,
Veraz
y humilde historia
Se
ve simbolizada».
—«Placer
grande tendría —
Le
dije— en escucharla;
Por
vos narrada fuéreme
Aun
doblemente grata».
Y
benigna accediendo
Y
afable a mi demanda,
—«Sentémonos
—me dijo—,
Breve
seré al contarla».
Con
frases bien sentidas
La
refirió la anciana:
Cual
la recuerdo ahora
Quiero,
lector, narrártela.
Y
si interés a darle
Mi
humilde voz no alcanza,
Se
pueda el buen deseo
Disculpa
de mi falta.
III
EL PRIMER AMOR
En
esta pobre aldea
Feliz
y en paz vivía
La
tierna Rosalía,
Que
bella era sin par:
Su
tez de nieve y rosas,
Y
blondos sus cabellos,
Y
eran sus ojos bellos
Azules
como el mar.
Aunque
al mediar su infancia
Perdió
a su anciano padre,
Por
ella tierna madre
Con
vivo afán veló.
Y
al par de su hermosura
Crecer
su inteligencia
Con
grata complacencia
Feliz
la madre vio.
Niña
inocente era,
Del
valle entre las flores,
Su
vida sin dolores
Sereno
manantial.
Amaba
como ama
Al
céfiro la rosa,
Que
tiembla pudorosa
Al
beso matinal.
Mas
¡Ay! que vino un día
En
que al amante ruego
Trocóse
en vivo fuego
Aquel
naciente ardor.
Aún
niña miró a Enrique
Cual
sol de su existencia;
Llegó
a la adolescencia
Creciendo
aún más su amor.
Amor
puro y sencillo,
Que
fue por breves días
Venero
de alegrías,
Del
alba al sonreír.
En
él la madre anciana,
De
gozo el alma llena,
La
aurora vio serena
De
grato porvenir.
Mas
era, aunque asaz pobre,
Altivo
y fiero Enrique,
Y
nunca logró dique
Poner
a su ambición.
Aún
más que en Rosalía
Soñaba
en las riquezas,
De
espléndidas grandezas
Gozando
en la ilusión.
Llegó
una noche inquieto
Al
lado de su amada,
Y
así con voz turbada
Le
dijo y torva faz:
«Bien
sabes que te adoro;
Mas
júzgome en mi estado,
Cual
siervo, degradado,
No
gozo aquí de paz.
Por
conseguir mi intento
Cruzar
pienso los mares,
No
temo los azares,
Y rico
tornaré.
Felices
al unirnos
Seremos
ese día:
No
llores, Rosalía,
Jamás
te olvidaré».
Y
de ella separándose
Con
rapidez no usada,
En
lágrimas bañada
A la
infeliz dejó.
Llegó
al rayar la aurora
Del
mar a la ribera,
Y en
pos de una quimera
A
américa partió.
IV
ESPERANZAS
¡Cuan
largas para la joven
Y
tristes las horas fueron
Tras
la inesperada ausencia
De
su amante compañero!
Desde
la niñez unidos
Sus
dulces años corrieron…
¿Quién
resiste la influencia
De
los amores primeros,
Si
nacieron en la infancia,
Si
en la juventud crecieron
Y
fueron un día tras otro
Del
alma vida y aliento?
Sí,
triste quedó la niña
Y en
mortal desasosiego,
Que
no hay bálsamo que cure
Las
heridas de su pecho.
Mas
es a grandes dolores
La
religión un consuelo,
Que
en vano reemplazar pueden
Vulgares
razonamientos.
Lenitivo
a sus pesares
Pide
el espíritu enfermo;
Ávido
mira a la tierra
Y la
tierra es un desierto,
Y
con vivo afán entonces
Vuelve
los ojos al cielo,
Que
sólo de allí sus males
Puede
venir el remedio.
----------
El
buen cura de Borleña,
De
sacerdotes modelo,
Era
cariñoso padre
Para
su sencillo pueblo,
Apoyo
del desvalido,
Del
pudiente consejero,
Y do
quiera que viera
Dolores
y sufrimientos,
Solícito
a remediarlos
Él
acudía el primero,
Que
en su vida en sacrificio
Diera
de males ajenos.
Triste
vio un día y llorosa
A
Rosalía en el templo,
Y
compadecióse de ella,
Sus
pesares comprendiendo.
Y al
concluir los deberes
De
su santo ministerio,
A
reanimar fue aquel alma,
Que
abatía el sentimiento.
—«No
llores —díjole afable—,
Que
con injustos recelos
A
enrique, que no te olvida,
Estás
ingrata ofendiendo.
Con
la que pierde a su esposo
Y
con él pierde en el suelo
Ya
para siempre su dicha,
Compárate,
y dime luego
Si
no ofendes a Dios mismo
Con
tu llanto y tus lamentos,
A
Dios, que de la esperanza
Te
abre el suspirado puerto».
—«Que
el cielo os premie —murmura
La
joven con dulce acento—,
El
buen, señor, que a mi alma
Hacéis
con vuestros consejos.
Mas
¡ay! si Enrique muriese
De
su amada patria lejos;
Si
me olvidase por otra,
De
ambición y orgullo ciego…».
—«¡Siempre
injusta! ¿Qué razones
Tienes
para suponerlo?
Es
honrado aunque ambicioso,
Y no
desleal lo creo.
¡Morir!...
A morir estamos
En
todas partes expuestos,
Y
dar o quitar la vida
Reservado
está al Eterno
A Él
te confía; en sus manos
Pon
tu suerte, que yo espero
Que
del ausente noticias
Dentro
de poco tendremos».
Y
de la niña y la madre,
Que
a sus razones sintiendo
De
su perdida esperanza
Van
al bienhechor aliento,
Sepárase
meditando
Rápido
y seguro medio
Por
donde saber de Enrique
Y
darles algún consuelo.
V
MELANCOLÍA
Pasó
un año tras otro: del ausente
No
llegaron noticias a la aldea;
Unos
en Cuba muerto lo juzgaban,
Otros
feliz y con fortuna inmensa.
Quién
suponía que a su patria vuelto
Dispendiaba
en la Corte sus riquezas,
Y
aún alguno juraba haberle visto
Allí
ostentar lujosa carretela.
Lo
que con tales nuevas sufría
La
pobre niña, que, de afanes llena,
Anhelando
su vuelta le esperaba
Aún
más que nunca en sus amores ciega,
Largo
fuera explicar, que el pecho siente
Del
objeto que ama con la ausencia
Crecer
el fuego, vida de su vida,
Y
convertirse en devorante hoguera.
Y
eran en vano ya las reflexiones
Del
buen cura; la joven, macilenta,
Inclinaba
la frente, cual la rosa
Helada
por el cierzo en la pradera.
Y la madre infeliz, que esto miraba,
Doblegábase
al peso de su pena:
Era
pobre y anciana; sin su hija,
¿Qué
pudiera esperar sobre la tierra?
VI
EL INDIANO
Borleña
a Santa Lucía
Férvido
culto consagra,
Y en
el no distante barrio
Que de
Salcedillo llaman,
Pobre
ermita, que es de todos
Por
lo antigua respetada,
De
la pura y noble mártir
Efigie
modesta guarda.
Llegó
el trece de diciembre,
Y
para honrar a su Santa,
Acudió
al rallar el día
El
pueblo todo de gala.
Del
sol a la luz naciente
La
nieve de las montañas
Brillaba
en los ventisqueros,
Como
vellones de plata.
De
las vecinas aldeas
En
romería llegaban
Festivos
grupos, al viento
Dando
populares cántigas
Y
en la iglesia el son alegre
De
la sonora campana,
A
todos para la fiesta
Religiosa
convocaba.
Tan
pura y santa alegría
Era
punzadora daga
Que
de la apenada joven
Las
heridas avivaba.
Todos
allí eran felices
Y
ella sola desgraciada;
Brindaba
el mundo placeres
Y
era una tumba su alma.
Acaso
por distraerla
La
pobre madre angustiada,
Ir a
la festa propónele
Que
en el barrio se prepara.
Y
a poco las dos cruzando
La
estrecha senda encarpada
Que
a Salcedillo conduce,
Al
templo humilde llegaban;
A
punto que al pueblo el cura
Decía
en sentida plática:
«¡Feliz
quien llora en la tierra,
Que
en el Cielo dicha alcanza!».
Dulce
sensación causaron
En
la niña estas palabras,
Y
ante la devota imagen
Vertió
silenciosas lágrimas;
Lágrimas
que van seguidas
De
fervorosa plegaria,
Y
que cual fragante incienso
Llegan
de Dios a las plantas.
-------
Concluyó
la misa: el pueblo
Fue
la iglesia abandonando,
Y al
corro luego llegando
En
alegre confusión;
Del
baile en breve los jóvenes
Dieron,
cual siempre, la pauta,
Del
tamboril y la flauta
Al
acompasado son.
Y la
anciana y Rosalía
También
del templo salieron,
Y a
lento paso emprendieron
El
camino de su hogar.
Mas
al llegar a una fuente
Que
brota en verde cañada,
La
joven triste y cansada
Quiso
un punto reposar.
Largo
tiempo allí sumidas
En
lúgubres pensamientos
Pasaron,
los sentimientos
Ahogando
del corazón.
Mas
de su muda tristeza
Súbito
a sacarlas vino,
De
un jinete del camino
La
rápida aparición.
Traje
a la moda llevaba
De
bizarro caballero,
Y de
su potro ligero
Refrenaba
el vivo ardor.
Reconociólo
la joven
Y un
grito dio de alegría:
Era
Enrique, mal podría
No
adivinarlo su amor.
Al
verlas él, apeóse
Del
alazán, y turbado,
En
ademán reposado
Fue
a la anciana a saludar.
Y a
la joven dirigiendo
Rápida
mirada ardiente
Así
en tono indiferente
Vino
el diálogo a entablar
ENRIQUE
Grato
es ver a los amigos
Al
tornar al patrio suelo.
¡Señora,
que os guarde el cielo,
Y a
vos, hermosa también!
LA MADRE
Bien
cuadra tras larga ausencia
Y
olvido no disculpado,
Ese
lenguaje estudiado
De
indiferencia o desdén.
ENRIQUE
No
sé en verdad en qué pude
Falraros…
a nadie he escrito,
Y
todos de igual delito
Pudiéranme
aquí acusar.
LA MADRE
¿Y
eran para ti en la aldea
Iguales
las afecciones?
¿Tus
primeras ilusiones
Pudiste,
Enrique, olvidar?
ENRIQUE
¡Ilusiones
de la infancia!
¡Bravos
recuerdos los míos!
¡Ah!
de tiempos tan impíos
Hasta
el rastro borraré.
Me
avergüenza la memoria
De
mi infantil inocencia:
Soy
hombre: de mi experiencia
Sacar
partido sabré.
Y
pues he aprendido mucho
Y
caudal traje sobrado,
Quiero
del tiempo pasado
Los
ultrajes reparar.
Y
olvidando de la vida
Los
enfadosos deberes,
La
copa de los placeres
Hasta
el fondo he de apurar.
LA MADRE
¡Qué
lenguaje! ¿Y tus promesas?
¿Y
tu amor a Rosalía?...
LA JOVEN
No
prosigas, madre mía,
Lo
exige así nuestro honor.
Nos desprecia
porque es rico;
Pero
más que su riqueza
Estimo
yo mi pobreza
Y la
lealtad de mi amor.
ENRIQUE
Y
qué, ¿en palabras de niños
Fundásteis
vuestra esperanza?
La
mente del hombre alcanza
Más
espacio que en gozar.
¡Unirse
en eternos lazos!
¡Qué
candidez!... Yo prefiero
Libre
vivir, y no quiero
Necias
trabas para amar.
LA MADRE
¡Resolución
digna y noble,
Y de
ti mucho más digna!
¡Tras
de tu conducta indigna
Esto
más!
LA JOVEN
¡Ah!
por favor,
Callad,
madre, os lo suplico:
Me
rebajáis a sus ojos,
Y
vuestros fieros enojos
Causarme
pena y rubor.
LA MADRE
¡Adiós,
Enrique! orgulloso
Siempre
te juzgué y osado,
Mas
no creí que malvado
Fueras
nunca… ¡adiós, adiós!
¡De
esa vida aventurera
Te
arrepentirás un día,
Y de
tu conducta impía
Cuenta
darás ante Dios!
Y
del joven separándose,
Las
dos su ruta emprendieron,
Y a
poco a distancia oyeron
Esos
gritos resonar:
«¡Bien
venido el rico indiano!
¡Viva
Enrique! ¡viva! ¡viva!
Nuestros
plácemes reciba,
Que
a su pueblo viene a honrar».
«Él
goza mientras yo muero!
—Dijo
la joven llorando—.
La
adulación aumentando
Irá
su tedio hacia mí.
Madre,
esos gritos me dañan;
Sigamos
prestos el camino:
¡Enrique!...
¡fiero destino!
Para
siempre te perdí».
Y,
devorando sus lenas,
Ráudas
a su hogar llegaron,
Y
sus ojos derramaron
Llanto
que el mundo no vio.
Y la
fuente do la joven
Su
amor contempló perdido,
Es
fama que del olvido
Desde
entonces se llamó.
VII
UN AÑO DESPUÉS
Al
placer entregado
Un
año, día tras día,
Sin
punto de reposo
Pasó
Enrique su vida.
Rodeado
de amigos
Que
a dispendiar le incitan
El
oro, condiciéndole
Del
oprobio a la sima,
Vio
su caudal mermado
Y su
salud perdida,
En
el alma sintiendo
Mortal
melancolía.
En
vano entre los brazos
De
impuras Mesalinas
Amor
hallar procura
Y
voluptuosa dicha;
Son
falsos sus halagos,
Sus
palabras mentira,
Y al
alma en hondo hastío
Dejan
después sumida.
Si;
en vano encontrar quiere
En
bacanal continua,
O en
el azar del juego,
La
ventura a que aspira:
El
vino lo degrada,
El
juego lo arruina,
Y él
mismo se avergüenza
De
su conducta indigna.
Y
dudas mil le asaltan,
Y en
sus horas tranquilas,
El
mudo grito oyendo
De
su conciencia íntima,
Tal
vez de sus placeres
El
hondo abismo mira,
Y
que un vano fantasma
Forjó
su fantasía.
Quizá
entonces en su mente
Surge
más pura y limpia,
De
sus castos amores
La
ilusión no extinguida;
Y a
pesar de su orgullo,
Que
a persistir le incita
En
sus vanos placeres,
Con
triste afán suspira,
Y el
amor dulce y casto
De
la inocente niña,
A la
que impuro ofende,
A la
que ingrato olvida,
Entre
el báquico estruendo
De
infernales orgías.
-----------
En
tanto en humilde albergue
Que
solitario se mira
De
la carretera al borde
Y al
pie de verde colina,
Enferma
yace en el lecho
La
apenada Rosalía,
A la
que su anciana madre
Cubre
de tiernas caricias.
Como
la rosa de otoño
Que
el cierzo helado marchita,
Perdida
ya su esperanza,
Pálida
la frente inclina.
¡Ay!
que es su amor por Enrique
Llama
que el desdén aviva,
Y
que en soledad amarga
La
atormenta y aniquila.
En
vano anhela el buen cura
Prestarle
aliento en su cuita,
Con
sus consejos piadosos
Y
con palabras benignas:
Ella
le escucha en silencio
Y al
parecer convencida,
Mas
pasa el tiempo y acrece
La
ansiedad en que se agita,
Y
cual moribunda lámpara
Base
extinguiendo su vida.
--------
¿De
muertas ilusiones
Quien
puede la esperanza
Con
débiles razones
Tornar
al corazón,
Si
es nieve en mar bravía
Que
lucha, mas no alcanza
Vencer
la furia impía
Del
hórrido Aquilón?
Tal
vez brillante faro
El
náuta ve un momento
Y
juzga ya el amparo
Del
puerto conseguir:
Mas
ráfaga contraria
Lo
lanza al mar violento,
Y
alzando una plegaria
Dispónese
a morir.
Así
de Rosalía
La
vida de amargura:
Brillar
acaso un día
vio
el faro salvador.
Más,
como chispa errante,
Que rápida
fulgura,
Lució
solo un instante
La
estrella de su amor.
Y
ya, nave arrojada
Del
mar a los horrores,
Se
mira arrebatada
De
su pasión al ímpetu
Por
fiero Vendaval.
Jamás
contraria suerte
Dio
alivio a sus dolores,
Y
acaso ve la muerte
Llegar
con vivo jubilo,
Cual
término a su mal.
VIII
LA VOZ DE LA CONCIENCIA
Era
una tarde de enero
Fría
asaz y encapotada,
En
que la nieve cubría
Los
llanos y las montañas.
Blancas
y plomizas nubes
Al
norte se amontonaban,
Tempestades
presagiando
El
viento en furiosas ráfagas.
De
la casa humilde y bella
Que
Rosalía habitaba,
Víose
salir al buen cura
Triste
y derramando lágrimas.
El
fin de la pobre niña
Quizá
aquel llanto anunciaba;
O de
su próxima muerte
La
convicción arraigada.
Rápido
salvó el camino
Que
del pueblo le apartaba;
Cruzó
el arroyo, y siguiendo
La
agreste senda empinada
Que
conduce a Salcedillo,
Sin
que la nieve y el agua
Le
intimidasen, que a intervalos
Pardas
nubes enviaban;
Fatigado
y anhelante,
Del
indiano a la morada
Llegó
en breve: dio su nombre,
Y en
bella y lujosa estancia
Lo
introdujeron, do Enrique
Triste
y pensativo estaba.
Cortés
saludo cambiaron
Y
benévolas palabras,
Y
junto al hogar a poco
Allí
los dos conversaban:
EL PÁRROCO
Siento
en verdad, don Enrique,
Molestaros…
más estaba
Contrariado
y afligido,
Y
quise dar a mi alma
De
expansión breves momentos
En
vuestra amable compaña.
ENRIQUE
Y
habéis, por Dios, acertado;
Pues
yo también me encontraba
En
uno de esos instantes
De
abatimiento, en que asaltan
Negras
ideas a la mente
Y en
que el corazón batalla
Entre
preferir la vida
O de
la muerte la calma.
EL PÁRROCO
Que
yo, pobre sacerdote,
Que
presencio las desgracias
Del
mundo, sienta en mi espíritu
A
veces mortales ansias
Cuando
inútil o impotente
Me
juzgo para aliviarlas,
Causar
no debe extrañeza,
Más
vos, que gozáis sin tasa
De
mundanales placeres,
Y a
quien la fortuna avara
Pródiga
brindó sus dones
En
riqueza improvisada,
Lamentaros
de esa suerte,
Hallando
la vida amarga,
Cosa
para mi es, amigo,
Tan
incomprensible y rara,
Que
cual arcano se muestra
A mi
inteligencia escasa.
ENRIQUE
¡La
riqueza!... Graves riesgos
Arrostré
por alcanzarla,
Y en
ella fundé ¡insensato!
De
la dicha la esperanza.
Mas
hoy por recientes pérdidas
En
empresas arriesgadas,
Reducida
la contemplo;
Y la
dicha en que soñaba
Desvanecerse,
cual humo,
Ví
del desencanto en alas.
EL PÁRROCO
Si
al fin vino el desengaño
A
desvanecer fantasmas
Que
perjudicando al cuerpo
El
espíritu dañaban,
En
vez de desesperaros
Dar
debéis al cielo gracias:
Con
tal aviso otra senda
Seguir,
bondadoso, os marca,
En
que feliz ser podáis,
Libre
de ambiciones vanas.
ENRIQUE
¡Ah!
si devolver pudiera
A mi
espíritu la calma
De
otros días!... ¡Si a mi mente
Las
ilusiones tornaran
Que
sacrifiqué, insensato,
Del
ciego orgullo en las aras!...
EL PÁRROCO
¿Y
quien os lo impide?... Alegre
A
vuestra vida pasada
Volved;
que el arrepentido
No
solo perdón alcanza,
Sino
que diz que los ángeles
Por
él se visten de gala,
Al
ver que torna al rebaño
La
oveja descarriada.
Dejad
los falsos amigos,
Que
al precipicio os arrastran:
Casaos,
en fin, que ya es tiempo,
Y
vivid como Dios manda,
Y
esa ventura que ansiáis
La
hallaréis en vuestra casa.
ENRIQUE
¡Dichoso
si hacer pudiera
Lo
que decís!... Mas yo amaba
A una
joven bella y pura,
Tan
pura como las auras
Que
vagan entre las flores
De
nuestras verdes montañas,
Y en
un arranque de orgullo,
De
vanidad insensata,
Pagué
su amor con desprecios
Y me
burlé de sus lágrimas.
La
felicidad perdida
Sólo
por ella alcanzada,
¿Mas
su estimación de nuevo
Cómo
conseguir, si airada
De
mi se apartó, y yo, ingrato,
En
vez de desagraviarla
Lejos
viví de la aldea
En
bacanal continuada,
Y
uní al desdén el olvido
En
brazos de cortesanas?
EL PÁRROCO
No
temáis: el noble pecho
De
la mujer fiel y honrada,
A
deponer los rencores
Dispuesto
siempre se halla.
Mas
¡ay! Enrique, más grave
Dificultad
nos asalta,
Hora
que llevar queréis
Vida
honrosa y sosegada,
Y es
que aquella a quien amáis,
Presa
de aflicción insana,
Por
vuestro desdén herida
Próxima
a la muerte aguarda.
ENRIQUE
¿Qué
me decís?... ¡Justo Cielo!
¡Rosalía
mi esperanza,
La
constante compañera
De
mi venturosa infancia
Próxima
a morir! ¡Dios mío,
Y yo
de ello soy la causa!
Castigo
es este a mi orgullo;
Sí,
lo conozco, y se alza
De
cruel remordimiento
La
oculta voz de mi alma.
EL PÁRROCO
Gracias
a Dios, don Enrique,
Que
ya la conciencia os habla:
Vine
aquí a participaros
Esta
nueva asaz infausta;
Pero
a la par decidido
A
daros mi opinión franca.
¿Queréis
de vuestra conducta
Borrar
la afrentosa mancha?
Tal
vez sea tiempo; corramos
De
la enferma a la morada:
Al
veros, quizá en su pecho
La
tranquilidad renazca,
Y si
Dios hace un milagro
Tal
vez logremos salvarla.
ENRIQUE
Si,
si, corramos: del peso
Que
a mi espíritu abrumaba
Me
aliviáis, y nueva vida
Respiro
en vuestras palabras.
Y
sin temor a la lluvia
Que
del monte en las vertientes
Convertida
iba en torrentes,
Inundando
el valle al par,
Hacia
la senda lanzáronse
Que
a Borleña conducía,
Mientras
al lejos se oia
Ronco
el trueno rebramar.
IX
RECONCILIACIÓN
Moribunda
en el lecho
Se
hallaba la apenada Rosalía,
Y el
estertor de su agitado pecho
Lento
y confuso en derredor se oía.
Lágrimas
derramando,
Silenciosa
su madre reclinaba
La
cabeza en el lecho, y murmurando
Una
oración, su pena devoraba.
De
la pared pendiente
Allí
una imagen de Jesús se veía,
Y
ante ella, y alumbrando débilmente,
Su
luz humilde lámpara esparcía.
Sus
ojos resignada
Fijaba
a veces en la imagen pura
La
tierna joven, y era su mirada
Un
poema de amor y de amargura.
Reinaba
la tristeza
En
aquel pobre albergue solitario;
Y
ambas, de su dolor a la fuerza,
Silenciosas
doblaban la cabeza
Al
peso de la cruz en su calvario.
-----
Súbito
de aquella estancia
Abrióse
la estrecha puerta,
Y a
la débil luz incierta
De
la lámpara se vio,
En
el dintel al buen cura,
Su
ansiedad velando en vano,
Y
tras él, del rico indiano
La
figura apareció.
Ante
aquel cuadro sombrío
De
pesar y sufrimiento,
Su
oculto remordimiento
Enrique
sintió crecer.
Junto
al lecho de su amada
Se
arrodilló sollozando,
De
ella el perdón implorando
A su
ingrato proceder.
Y
el párroco adelantose
De
duda tras breve instante,
Y
trémulo y anhelante
Con
dulce voz dijo así:
«Quien
resignado parece
El premio
encuentra algún día;
Horas
de paz, hija mía,
Hoy
comienzan para ti.
Traerte
prometí a Enrique
De
su falta arrepentido:
Fiel
mi palabra he cumplido;
Míralo
a tus pies llorar.
Otórgale
hondadosa
Tu
perdón, sin dilaciones,
Que
es de nobles corazones
Las
ofensas perdonar».
Calló
el cura: impresionada
La
joven por la alegría,
Sintió
que rauda afluía
La
sangre a su corazón.
«Si;
al esperar te perdono»,
Dijo
a Enrique contemplando,
Y
hondo gemido exhalando
Quedó
en muda postración.
Al
verla así tristes ayes
Todos
a la vez alzaban,
Que
de la joven miraban
El
fin próximo llegar.
Y la
pobre madre, viéndola
Inerte,
pálida y fría,
A su
seno la oprimía
Delirante
de pesar.
En
momento tan solemne
Tornó
el buen cura los ojos
Al
crucifijo, y de hinojos
Así
agitado exclamó:
«Señor,
cuya omnipotencia
Dar
puede y quitar la vida;
Por
cuyo amor redimida
La
humanidad respiró.
Volved
la vista a nosotros,
Infelices
pecadores:
De
nuestros fieros dolores
Compasivo
os apiadad.
Señor,
si una vida debe
Abatir
la muerte impía,
Tomad
en prenda la mía
Y a
esta inocente salvad.
Yo
hacia el sepulcro ya inclino,
Anciano
inútil, la frente:
De
la vida en el oriente
Ella
aún puede ser feliz.
Y al
lado de amante esposo,
Bienes
gozando en el suelo,
De
virtud será modelo,
Y
amparo del infeliz.
En
esta mísera aldea
Ellos
con pródiga mano,
Al
enfermo y al anciano
Benignos
socorrerán.
Y,
de vuestro amor en aras,
Dando
de piedad ejemplo,
Ofrendas
a vuestro templo
Fervorosos
llevarán.
Buen
Jesús, compadeceos
De
esta familia contrita,
Por
vuestra sangre Bendita
Librarnos
de esta aflicción.
Pase
el cáliz de amargura
Que
hoy apuran nuestros labios,
Y
pagad nuestros agravios
Con
benéfico perdón».
Enrique
y la pobre madre
De
hinojos también oraban,
Y
lágrimas derramaban
En
su triste adversidad:
Y
del Eterno esperando
A su
desdicha consuelo,
La
vista alzaban al cielo
Demandándole
piedad.
A
poco se oyó a la joven
Exhalar
suspiro leve,
Y su
faz tiñose en breve
De
sonrosado color:
«¡Salvada!»
grita el indiano,
«¡Salvóse!»
la madre clama,
Y el
cura, contrito exclama:
«¡Gracias
te damos, Señor!».
Y
allí, do imperar mirose
El
temor y el desaliento,
Por
milagroso portento
Reinó
la tranquilidad.
Y la
joven, de la anciana
La
faz de besos cubría,
Y a
su amante sonreía
De
amor y felicidad.
Aprovechar
quiso el párroco
Tan
oportuno momento
Para
realizar su intento,
Que
en parte cumplido ve:
Y la
mano de la joven
Con
la de Enrique enlazando,
Dijo,
la diestra elevando,
Lleno
de cristiana fe:
«Puesto
que entrambos jurasteis
Amaros
eternamente,
Si
así lo cumplís fielmente
Yo
os uno en nombre de Dios.
Recabad
en obras buenas
El
tiempo que habéis perdido,
Y
penas dando al olvido
Felices
seréis los dos».
Tal
pronunció, y bendiciéndolos
Partió,
la apacible calma
Gozando
que siente el alma
Tras
un acto de virtud.
Y la
madre y los esposos
Tristes
salir lo miraron,
Y en
silencio derramaron
Lágrimas
de gratitud.
X
VIDA POR VIDA
Aún
no rayaba el alba: ronco el trueno
En
las cumbres siniestro retumbaba,
Y la
lluvia a torrentes aumentaba,
El
verde valle convirtiendo en mar.
Y el
arroyo que el prado de Borleña
Tranquilo
baña en el sereno estío,
Entonces
era caudaloso río
De
ancha corriente y fiero rebramar.
Por
la lluvia azotado y por el viento,
El
camino cruzando cenagoso,
Dirigióse
el buen cura presuroso
A su
apartada y mísera mansión.
Aún
conmovido por la triste escena
Que
en tierna y grata convirtió su celo,
Humildes
preces levantaba al Cielo
En
silencio su noble corazón.
Envuelto
por las sombras de la noche
Acercóse
al arroyo embravecido,
Y
por el puente estrecho y carcomido
Apresuróse
intrépido a pasar.
Mas
apenas el pie puso en la entrada,
Racha
terrible de furioso viento,
Cortándole
la acción y el movimiento,
Arrojóle
en el agua a su pesar.
Cercado
por hirviente remolino
Intentó
en vano defender su vida;
Deshecho
un brazo, con la faz herida,
Del
torrente desmaya ente el furor.
Mas
antes de morir, tornando al Cielo
La
vista, dijo con profunda calma:
«En
vuestro seno deposito el alma,
La
vida os ofrecí… ¡Gracias, Señor!».
Cuando
del sol, velado entre vapores,
El
tibio rayo apareció en Oriente,
Deudos
y amigos al ruinoso puente
Llenos
se encaminaron de inquietud.
A su
Pastor benéfico nombraban,
Presa
de aterrador presentimiento,
Con
vivo afán y acongojado acento
Al
par enalteciendo su virtud.
A
poco, en derredor de su cadáver,
Y en
el alma llevando triste luto,
El
pueblo de su amor digno tributo
En
dolorido llanto le ofreció.
Y en
el lugar donde perdió la vida,
Evocando
recuerdos de su historia,
Como
piadosa ofrenda a su memoria,
Sencilla
cruz más tarde le elevó[2].
CONCLUSIÓN
Tal
con apacible acento
Me
contó la humilde anciana,
Y de
mí ya al separarse
Añadió,
tras breve pausa:
«Hoy
al margen del camino
Do
existió la pobre casa
De
la joven, opulenta
Y
bella mansión se alza.
Cércala
jardín precioso
Y
linda verja la guarda,
Do
madreselvas y rosas
Unen
sus frescas guirnaldas.
Allí
Enrique y Rosalía,
Ya
ancianos, la vida pasan,
A
sus hijos y a sus nietos
Dando
educación cristiana.
Y
felices, gozando
De
dulce paz, no turbada,
Padres
son para los pobres
Y su
amparo para la desgracia.
Mas
al socorrer a todos,
Cual
siempre, con mano franca,
Ruéganles
que, en ese sitio,
Y al
pie de esa cruz sagrada,
Eleven
por el buen cura
A
Dios sentidas plegarias.
Ellos
también, con frecuencia,
De
su gratitud en aras,
Vienen
a honrar la memoria
Del
que con dulces palabras
Les
devolvió y con su ejemplo
Paz
y amor, ventura y calma.
Por
eso, señor, me visteis
Rezar
aquí prosternada,
Que
ellos en mis tristes cuitas
Benignos
siempre me amparan.
Venturosa
satisfago
Su
aspiración noble y santa,
Y
completo al par por mí misma,
Que
yo también admiraba
La
humildad del digno Párroco,
Su
caridad, su constancia,
Y
jamás sus beneficios
De
mi memoria se apartan».
Dijo,
y de mí despidiéndose
Se
dirigió a su morada.
Era
de noche: profunda
Soledad
allí reinaba,
Y en
el corro no se oía
Ya
el murmullo de la danza.
Pálida,
al nacer, la luna
De
los montes plateaba
Las
altas cumbres, el valle
Cubriendo
de sombras vagas.
Ante
la cruz, en silencio,
También
lancé una plegaria,
Y
alejéme de aquel sitio
De
emoción vertiendo lágrimas,
Y
llevando de Borleña
Grato
recuerdo en el alma.
Hasta aquí el «dramón» que Lamarque de Novoa nos regala. Ahora hablemos de HISTORIA.
El cura
El protagonista principal, tal como indica el autor en nota a pie de página, se llamaba José García de Castañeda, más concretamente, para ser rigurosos, Josef García de Castañeda González de Rueda[3]. Había nacido este santo varón en el mismo Borleña el 28 de junio de 1758, siendo bautizado en la parroquia de dicho pueblo el 2 de julio de ese año con el nombre de Josef Francisco. Por la documentación que se ha podido rastrear sabemos que era el menor de tres hijos de la familia formada por Domingo García de Castañeda y Fernández de Arce y María González de Rueda y Rueda, naturales ambos de Borleña de Toranzo, donde habían contraído matrimonio el 20 de mayo de 1740. Sus otros dos hermanos se llamaban Juan Manuel (nacido en 1745) y Julián Antonio (nacido en 1747).
Su padre era labrador, como el común de los vecinos, y llegó a ser regidor del concejo unido de Borleña y Salcedillo, figurando en los padrones de hidalguía como «hijodalgo notorio».
En 1792, Josef empieza a ejercer como cura beneficiado en la parroquia de San Antonio Abad de su pueblo natal, a donde llegaría procedente de Puente Viesgo, donde también ejerció de cura beneficiado de la parroquia de San Miguel. Su venida a la de Borleña no debió estar exenta de polémicas, a juzgar por los dos pleitos que se conservan en la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, de 1791 y 1792, entablados con un tal Francisco de Rueda Ceballos, vecino del pueblo, «sobre posesión de beneficios eclesiásticos». Por lo visto, este Francisco decía haber servido al curato del lugar por más de 16 años, por lo que reclamaba tal beneficio a la llegada de José.
![]() |
Altar de la iglesia parroquial de Borleña a principios del siglo XX. Archivo R. Villegas. |
Su trágica muerte
En su partida de defunción figura la fecha 13 de mayo de 1826 y dice que no recibió sacramento alguno ni hizo testamento, algo lógico si el hombre falleció de manera inesperada, a la par que trágica, ya que todo indica que se ahogó en el transcurso de una tremenda crecida del riachuelo que corre por la valleja que se interna hasta darse de bruces con el famoso churrón, llamado arroyo de la Llana. Fue enterrado en el cementerio del pueblo, por lo que deducimos que se recuperó el cadáver.
Mann Sierra, en su «De pueblo en pueblo» dedicado a Borleña[4], tomando notas de la tradición popular, dice respecto a la cruz de piedra, al cura y al suceso del ahogamiento que «… cuentan que el sacerdote murió de manera heroica, a consecuencia de un intento de salvamento de unos niños que se tragaban los rabiones del río, en una de sus temibles crecidas». Parece indicar esta información que fue el Pas el escenario de la tragedia, y no el arroyo de la Llana. Por otra parte, hay que decir que no figuran partidas de defunción en el pueblo coincidentes con la del cura Josef.
Frente a esta versión, vemos que Lamarque de Novoa decía que el cura falleció al pasar por el puente del arroyo de la Llana que había, y hay, junto a la bolera, en un momento que este bajaba muy crecido. Entonces, en 1826, era de madera, según dice, y más tarde de piedra, de un solo arco, que es el que actualmente existe, donde se colocaría la cruz.
![]() |
Puente de un arco sobre el arroyo de la Llana. Fotografía de 1907. Archivo R. Villegas. |
La cruz
Los dos autores coinciden más o menos en la lectura de lo que en ella se escribió: «Jesús. Aquí murió de muerte casual el presbítero Bachiller D. José García Castañeda, cura beneficiado de ese pueblo. Año de 1826». La «narración» del sevillano la colocaba junto al puente, no sabemos si llevado por su imaginación, debido a que así se lo contaron, o porque a finales de la década de 1870, época de su visita al lugar, él la vio allí. La gente del pueblo actualmente dice que siempre la conocieron en el punto donde ahora se puede ver: a la vera del camino y próxima a la bolera. Lo que sí es cierto es que actualmente este testimonio del pasado del pueblo está en muy malas condiciones, ya que la cubre casi por completo una mezcolanza de invasores vegetales y no vegetales que impiden leer lo que allí dice.
![]() |
Bolera de Borleña. Al fondo, la cruz de piedra protagonista de esta historia. Fotografía de la década de 1980. Archivo R. Villegas. |
[1] Cinco años después de este mandaría a la imprenta Desde la montaña: cartas de impresiones de viaje dirigidas al director de El Eco de Andalucía (Sevilla, Imprenta de Gironés y Orduña, 1883), libro interesantísimo que en su mayoría habla del Toranzo del último tercio del siglo XIX, el cual ya ha sido utilizado por nosotros en varias ocasiones, y más que lo estrujaremos.
[2] La cruz de piedra a que me refiero en este cuento, se halla situada a la margen del arroyo y al lado de un puentecillo tosco, de un solo arco, que fue donde ocurrió el desgraciado incidente al Párroco. En ella aparece esta sencilla inscripción: Jesús. Aquí murió de muerte casual el presbítero Bachiller D. José García Castañeda, cura beneficiado de ese pueblo. Año de 1826 (nota del autor).
[3] Los siguientes datos biográficos que damos a conocer se los debemos al incansable y siempre solícito colaborador nuestro Ángel de la Colina, de ASCAGEN (asociación Cántabra de Genealogía). Impagable su disposición y pericia.
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